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En Sevilla la única manera de disfrutar es huyendo del sol y de sus compañías

En todos los viajes se padece algún mínimo sufrimiento. Por el tiempo, por las aglomeraciones, por un mal servicio, por el tráfico. Por todo, vaya. Hay muchos peajes necesarios y penitencias que se pagan para viajar. Por supuesto siempre he sufrido en Sevilla, no iba a ser una excepción, salvo cuando llueve. Porque sí, es cierto eso que dicen. La lluvia en Sevilla es maravillosa. Y es la primera vez que la he disfrutado.

Es difícil buscar una excusa que explique un afán descubridor, pero es complicado descubrir Sevilla si hace buen tiempo. La única manera que he encontrado de poder disfrutar sin asfixias ni mareos de la inmensidad de su impagable patrimonio es abrazando la ausencia del calor y del sol, que se traduce en la desaparición de las colas, las muchedumbres y los codazos. Cuando se cumple el tercer mes de lluvias en una ciudad donde el agua es monopolio del Guadalquivir, el agobio por agarrarse a los escasos tramos de sol es evidente.

Es curioso adivinar el hartazgo en las caras, casi diría que incluso una absoluta falta de costumbre. Pareciera que los únicos agradecidos por las duchas intermitentes son los naranjos y las buganvillas. Abundan los chistes sobre el tema, porque la resignación cristiana, aquí, tiene en el ingenio y la gracia mejor agarre que en la penitencia del claustro y los avemarías. La verdadera devoción no es patrimonio de iglesias, capillas y conventos, sino de las terrazas. Y en esa nostalgia por un rato de sol y cerveza, triunfamos los que encontramos la felicidad en un patio, un cuadro, una escultura o un paseo desconocido para las principales guías turísticas.

En Sevilla, como en casi todo el sur de España, la única manera de disfrutar es huyendo del sol y de sus compañías. Desde que nos entregamos sin fisuras al dios del turismo, pagamos, indirectamente, el peaje del buen tiempo. Hay mucha gente, cada vez más, que entiende que viajar es una actividad botánica, fotosintética, de tal forma que la colonización del espacio de ocio pasa por la toma de las plazas y los veladores. A lo sumo algún parque. No es lo mismo, entonces, que en pleno ocaso de un invierno tan llorón como este, se pasee a mediodía por Alfalfa que por Triana o por Santa Cruz como si fuese agosto. En vísperas de semana santa, con alguna corneta de fondo y más de dos y de tres pasos procesionales mirando más allá de sus altares, la lluvia se convierte en sorprendente aliada y provoca que el seguimiento sea mínimo. Las preferencias están claras. No todos los días se le va a rezar al mismo santo, y más si no deja de chispear.

La cuestión es que ese proceso de fotosíntesis tan aceptado no conoce límites, salvo el que milagrosamente puede imponer un nubarrón o dos, y que disfrutamos sus escasos devotos. Solo entonces es posible descubrir la Sevilla que está detrás de la Cruzcampo, los chicharrones y la pringá. Lleva ahí tantos años como el mismo sol al que se le suplica su presencia perenne con católica entrega. Aunque irónicamente sea el que más culpa tiene de que Sevilla tenga un color especial, que mejora, con mucho, cuando desaparece.

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