Nada más revolucionario que regalar ilusión, porque es lo más parecido a la esperanza

De todos los regalos que he recibido por Reyes, recuerdo con ilusión una colección de películas de Disney. Sus majestades las habían dejado colocaditas sobre el sofá, unas veinte. Me han regalado a lo largo de los años tantísimas cosas que es imposible enumerarlas todas, pero hoy, justo cuando veo y oigo el traqueteo de las ilusiones, he recordado aquel día en el salón de la casa de entonces, juntos, mis padres, mi hermana y yo gritando ante Pocahontas, La dama y el vagabundo, El jorobado de Notre Dame o Los rescatadores.
Por supuesto que ha habido tiempo de recibir calcetines, sets de geles de baño con su correspondiente perfume, chaquetas, camisas, pijamas. También llegó la Play, y poco después el ordenador, y libros, por decenas, y también juegos de mesa. Pero esas películas son el milagro viviente, porque todavía siguen por allí, de la ilusión que creo seguir manteniendo viva, intacta en el fondo de algún pocillo interior. Nada como esos ratos y esas aventuras, océano sin fondo de referencias y canciones. La herramienta más atinada cuando se trataba de compartir tiempo, precisamente cuando estrenábamos una época que poco a poco iba a dejarnos cada vez más solos.
Hasta la llegada de los móviles, de Messenger y todo lo que hizo crecer el tsunami implacable de la conexión absoluta, aquellas pelis fueron lo más parecido que tuve para entender la totalidad del verdadero concepto de conexión. Salvando la distancias, creo que pocas cosas llegaron a unirme más a mi hermana que ver a Quasimodo sufrir por los plantones de Esmeralda, o a Golfo y a Reina juntando los morros sin darse cuenta hasta el final del espaguetti más tierno de la historia del cine. Aquellas películas fueron catalizadores de ratos y momentos ajenos a la discusión, la competición absurda, el odio irracional, las tonterías, en definitiva, inherentes a la hermandad que nos tocó vivir. Fueron el pegamento que pese a todos los rotos, nos mantuvo la forma emocional de lo que suponía ser hermanos.
Lo sé ahora que veo a padres entregando tablets y móviles con una motivación más distractora que puramente educativa y sanadora. Lo sé cuando veo que en el hueco de un carrito donde antes cabía un peluche entra perfecto el cargador del armatoste. Lo sé ahora que he terminado entendiendo la ilusion de mis padres, y cuesta encontrármela entre los padres de hoy, detrás del gris de las ojeras, ¿qué les va quedar entre curro y curro que entregar a las criaturas? Detrás del sacrificio, dicen, hay amor, hay tesón, y hay, muy importante, trabajo. No lo dudo, como tampoco dudo que vaya a cambiar mi opinión sobre el terrible sacrificio que supone tener hijos y ante esa perspectiva, más que cualquier otra cosa, mantener intacta la ilusión. De la ilusión de todos los padres y madres sé muy poco, pero tengo el recuerdo de la de los míos, poniendo otra de Disney, y bien sabe cada dibujo que salió de sus estudios que el tiempo ante la televisión que se hacía cantando y brincando, como el de los deberes de después, no lo paga cada tablet y cada sesión de Youtube posible.
Sé muy bien, ahora, que aquellas películas eran la ilusión. Quasimodo sufrió los plantones de Esmeralda ante mí, mi hermana, mi padre y mi madre. Jamás se contempló la opción de que fuesemos testigos en soledad de aquellas desgracias. Y las que vinieron después. No contemplo ser testigo de ningún batacazo con los hijos que sé que no tendré. Pero sí estoy seguro de que nada hay ni habrá más revolucionario que regalar ilusión, porque es lo más parecido a la esperanza que un niño tendrá nunca. Pero hay detrás un acto mucho más revolucionario, que esa ilusión sea además, compartida. La ilusión que no se comparte derrumba hogares, por mucho que los recuerdos permanezcan intactos, como esas casas abandonadas donde los cuadros parecen pedir a grtios que les devuelvan el tiempo perdido.
El día de Reyes, dicen, es el día de los niños. Diré que es el día en que los padres tienen la oportunidad de enmendar las ilusiones de aquellos primeros nueve meses. Y todos los que pueden venir después. Creo que solo se sigue adelante si se es capaz de seguir compartiendo tiempo, e ilusión. Nunca es tarde para resarcirse. Y mucho menos en Reyes.

Feliz día de Reyes, querido amigo. Magnifico relato, como siempre. Es cierto lo que dices, la ilusión de los padres es tan grande o más que la de los críos que abren sus regalos. Es real esa ilusión, en la mayoría de las veces, es la prolongación de aquella otra que se tuvo durante nueve meses mientras se espera a la criatura.
El día de Reyes es mágico y, por otro lado, extraño. Es un día bello y raro. Y sin embargo, por encima de todo, es el día que más se recuerda en nuestras vidas.
Gracias siempre por tus letras.