Skip to main content

La normalidad es eso que llenamos de promesas y buenos propósitos para jurarnos que pese a todo sigue mereciendo la pena.

Dar un paseo por cualquier calle de cualquier ciudad estos días es como estar viendo un reportaje lleno de imágenes de archivo y recurso: no hay mucho con lo que ilustrar lo que se cuenta salvo la vida misma. Pero no hay que negar cierta confusión generalizada. La gente va de un lado a otro con cara de despiste, sin saber muy bien cómo se usa el autobús, cómo arranca el coche, dónde está la farmacia más cercana y si los colegios realmente son esos lugares que hasta hace nada parecían esos edificios silenciosos y apartados de la administración, útiles para almacenar contenedores, vallas, papeleras, que ahora albergan gritos, carreras, llantos y reprimendas.

Pasadas las navidades, a uno casi le ofende que todavía queden algunas luces puestas, un Papá Noel cutre que no termina de llegar al tejado y aún así lo intenta, o algún árbol saludando desde la niebla de una ventana de salón pidiendo a gritos volver a su altillo. Los roscones de vino y los mantecados de limón miran con resignación desde el fondo de la cesta, sabedores de que ya solo les salva una merienda o un capricho tonto a última hora del día, y salvo absoluto desastre, los contenedores vuelven a su dieta clásica de cartones con sonrisas y embalajes de plástico fino.

Tuvo que venir una pandemia a enseñarnos lo que era la normalidad desde la novedad del cataclismo. Nos inventamos la nueva normalidad porque, reconozcámoslo, nos manejamos regular en la de siempre. La nueva normalidad de entonces abandonaba los besos y los abrazos y ampliaba las distancias. La nueva normalidad de ahora es la de siempre con la salvedad de estar muy lejos de aquel tiempo, que parece casi prehistórico, en que estar sentado en la terraza de un bar era un privilegio. Tanto es así que a día de hoy es una cuestión tan política como los impuestos, las huidas por Europa, recordar a dictadores muertos o unas campanadas. La normalidad es eso que llenamos de promesas y buenos propósitos para jurarnos que pese a todo, sigue mereciendo la pena. Aunque sea a costa de compatibilizarlo con una mala digestión de libertades.

Muertas las cenas de empresa, reviven los odios y las perezas de siempre. Los familiares que tuvieron la dicha de venir a ocupar durante dos semanas la casa, regresan al lugar de donde vinieron y en la avenida, los escaparates que antes brillaban por culpa de los leds multicolores lo hacen ahora auspiciados por la batalla de las rebajas. Si no fuera porque todavía nos queda la extrema necesidad de llenar el armario, cualquiera diría que prácticamente nos hemos comido medio enero sin saber muy bien cómo hemos llegado hasta aquí, y por qué todavía queda un trozo de roscón en la nevera de donde sería imposible a estas alturas sacar a Excalibur.

Pero en los parques es fácil ver que de entre las costuras de los trajes pardos se abren con paciencia otros verdes, y los que todavía aguantan con el uniforme del curso pasado parecen no tener prisa por agenciarse uno nuevo. La normalidad, con sus capas, se entiende mejor si se mira hacia a esas esquinas y rincones: nada cambia salvo que sea extremadamente necesario. Ni siquiera un lecho de hojas muertas desde noviembre, ni el recorrido de un mirlo, ni los graznidos bajo un puente, ni la niebla que paga el peaje de una tarde de paseo. En las terrazas se vuelve a un trajín relajado que solo implosiona los fines de semana, y las mañanas vuelven a ser de cerámica, vapor y cucharilla. Es lo de siempre, pero la clave, quizás, está es saber verlo como nunca. El café de las ocho de la mañana del lunes nos recuerda que el mal necesario de la última copa de fin de año fue una ficción, una nueva normalidad imposible.

La misma mesa libre para el desayuno, descubrir que la música es más agradable muy al fondo, bajita, y en las plazas, la única decoración es un balonazo cada cinco segundos y un perro que ladra pidiendo su pelota. Lo de siempre, todavía, vaya. No hay mejor propósito que agradecer que así siga siendo, porque es en esos espacios donde todavía nadie parece atraverse a decidir qué es rutinario, normal. Ni cuánto se paga por ser, otra vez, fiesta.

One Comment

  • Me gusta tu post. Es cierto lo que comentas y estoy de acuerdo en las afirmaciones que haces. A veces me pregunto si esto que llamamos normalidad es lo correcto, quiero decir, si está bien aplicar esto de «volver a lo habitual», después de unas vacaciones largas, sea las de Navidad o las del verano. Creo que siempre estamos en el intento de hacer normal, habitual lo que hacemos a diario. Y digo esto porque cada día surgen tropiezos, sorpresas que rompen la línea de esto que llamamos normal. Creo que normal es vivir a saltos y uno de ellos es el de las vacaciones. En fin, esta bien dejarnos llevar por la lógica que el lenguaje a creado para que nuestro ánimo no se venga abajo.
    Querido compañero, me gusta mucho tu opinión. Inteligente y divertida, como siempre.

Deja un comentario

error: ¡Contenido protegido! Prohibida la utilización de imágenes sin permiso.