No hay color que defina el noble acto de desaparecer

Recuerdo que era lunes, y cuando llegamos al trabajo, una compañera entró a la residencia con cara de no haber dormido en tres días, quejosa, cansada, derrotada. «No te culpo, es normal. Blue Monday feeling», espetó otra en perfecto inglés glosteriano, apurando un cigarro, con la cara aún más gris, como esos cielos que cubren la muerte en el estuario del infinito Severn, ese río inglés que se despide dejando lenguetazos de barro en brillos de cobre.
Jamás supe de la existencia de un lunes azul que justificase el infinito sopor de un preciso lunes de mediados de enero, o de todos los lunes de enero, y si apuramos, del invierno. No les culpo ahora, desde mi regreso, a ninguna de aquellas sufridas cuidadoras, ni a nadie en una situación semejante: ese sentimiento tan hondo, rayando la depresión postvacacional, lo convirtió en ecuación un científico de la Universidad de Cardiff, Cliff Arnall, aplicando variables tan dispares como el tiempo empleado en viajes, el gastado en momentos de estrés o en actividades culturales. Una suma de inversiones con esa moneda aparentemente infinita, el tiempo, que repartidas en cantidades más o menos asumibles, dan como resultado una alegría desproporcionada o la mayor de las miserias emocionales. Casi siempre, no sabemos por qué, de las segundas.
No reparé jamás en esa responsabilidad dada al azul en un lunes de mediados de enero porque achaqué a muchas otras cosas mis probables depresiones: a una nómina que no llegaba, a una muerte inesperada, a otro adiós, a un cielo plomizo que no daba tregua el fin de semana, único espacio temporal medianamente disfrutable, a otro viaje cancelado que retrasaba aún más mi presumible vuelta, a tantos reencuentros nunca confirmados. No, la culpa nunca la tuvo un lunes, ni el azul, ni una ecuación surgida de una mente más o menos brillante de una universidad británica.
Ahora, desde mi regreso, creo entender de dónde bebe ese sentimiento, y como cada vez que se le da pávulo desde el extremo altavoz de una red social o un medio de comunicación a cualquier teoría despiada, pienso en mi padre y en su total ascetismo tecnológico: ausente en Facebook, Instagram, TikTok y todo lo que se le parezca, presente en Whatsapp solo para lo imprescindible. Que llama, llama siempre, para lo que sea, huyendo de la impersonalidad del texto, como de las noticias que le suenan lejanas y de las cercanas cuando las huele borrachas de odio y resentimiento. Madridista militante más pendiente de quién juega, por qué y cómo, que de quién dicen que va a venir y para qué. Chapuzas de Youtube, oyente fiel de Radiolé y amante hasta sus últimas consecuencias. Guardián invisible en un universo donde para ser alguien no basta con respirar, sino existir dede un perfil.
No hay color que defina el noble acto de desaparecer, y bien haríamos en apuntarnos a lo verdaderamente transgresor de este tiempo: no ser nadie donde nadie nos espera, que es en la nebulosa de los bits, y serlo todo para quienes están presentes todo el rato, en una mesa, todos los días posibles, dos habitaciones más allá en el mismo pasillo, al otro lado del teléfono, en el asiento de al lado, o arriba o abajo en el mismo edificio. Como mi padre, asceta tecnológico, y todos los padres, madres y seres que aún respiran sin perfil y sonríen desde el azul, ausentes en esta esquizofrenia absurda que trata de buscarle explicación a todo, desde los colores hasta las matemáticas emocionales, en lugar de remedio.