Hemos acatado las órdenes de un innombrable que nos ha hecho débiles a las inclemencias de cualquier tiempo

La primavera es de largo la estación más deseada, pero llega tan pronto que cuando se le empieza a coger el sabor, el verano se la lleva por delante. Cuando se tiene edad de no tener aún demasiados problemas, a la primavera se la tiene como una avisadora deliciosa: «aguanta», parece decir, «queda poco para algo mucho mejor». Pero llegado ese punto en que los problemas mundanos alcanzan el tamaño de un mundo mucho mayor, la primavera se convierte en antesala, en un parche, en una tirita que por muy pegada que esté a la piel, no curará ningún hachazo.
Hubo un tiempo en que deseaba que las peores noticias o los peores sucesos viniesen juntos en esta época del año, como si el sol, la escasez de nubes y de frío, el murmullo de los jilgueros y la algarabía de las terrazas, fuesen a solucionarlo todo de golpe. Nada de eso iba a pasar, por supuesto, pero la sola de idea de pensar que tenía que hacer frente a todos mis problemas en el entorno mucho menos amable del otoño o peor, del invierno, me asustaba mucho más que cualquier apocalipsis con lecho de margaritas y renacimientos campestres. De ahí que apele a todas las primaveras posibles cada vez que algo me hace temblar. Praga tuvo la suya, y el mundo islámico también la tuvo, a su manera, hace no mucho.
En El invierno del mundo, Ken Follett teje una historia, la segunda de su maravillosa saga sobre el siglo XX, que continúa tras repasar con maestría las primeras décadas del siglo. Esta segunda parte se levanta sobre un delicioso título que define con precisión lo que fueron aquellos años. Con el tiempo, el mundo acabó queriendo ser menos desapacible, menos invernal, pero sorprendetemente, nos hemos empeñado en generar una atmósfera débil a los cambios climáticos.
Tanto es así que nos hemos convencido de que cualquier indicio de locura y de ignorancia merece el mismo espacio que la justicia y el consenso. Hemos acatado las órdenes de un innombrable que nos ha hecho débiles a las inclemencias de cualquier tiempo, con la mejor de las estrategias, haciéndonos creer libres, y para cuando el invierno ha llamado a la puerta, ya no había primavera posible que nos fuese a solucionar por sí sola ninguno de nuestros conflictos. Y eso que aún teníamos margen para el escarmiento: la historia estaba ahí. Bastaba con no repetirla.
Nos prometemos que siempre se está a tiempo de todo, siempre es pronto para reaccionar, para estar al abrigo en invierno o a la sombra en verano. La cuestión es si de verdad somos capaces de entender que ninguna primavera resiste ante un invierno virulento, sin ni tan siquiera necesidad de otro otoño. Habría que preguntarse si hoy no estamos en el invierno de otro mundo, extrañamente parecido a aquel, lejano en años pero tan cercano en todo lo demás, si Ken Follett no está aprovechando todo este impagable material que ha acabado entre sus manos para construir otro de sus inviernos, y si acabaremos entre las páginas de los lectores de una lejana primavera.
