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La verdadera utopía es pensar que nuestros representantes políticos van a resolver nuestros principales conflictos económicos y sociales

Cuando era pequeño solía jugar en muchas obras. Me encantaba abrir agujeros, amontonar ladrillos y levantar pequeñas paredes, saltar sobre los montones de arena y corretear entre los esqueletos de aquellos monstruos de los años dorados del boom inmobiliario. Era un explorador en un país desconocido, solo que mi único machete era mi falta de vergüenza y mi único mapa, el de mis energías. En poco tiempo, ese territorio desconocido se abrió ente mis ojos y ante muchos más como una tierra inhóspita, y lejos de estar por descubrir, se reveló cruelmente conocida, y peor, muy injusta.

Para quienes nos criamos en ese páramo de hormigón y cemento, llegar a la adultez asumiendo que ninguno de aquellos monstruos es hoy domesticable, es bastante irónico. Sobre todo teniendo en cuenta que crecimos además con la herencia de un relato esperanzador y bucólico en el cual íbamos a ser capaces de comernos el mundo. No, nada de eso se cumplió. Ni parece que vaya a cumplirse. ¿Qué pasó entonces? Quiero pensar que todos tuvimos nuestra parte de culpa.

No asumo la mayor de las responsabilidades, pero tampoco las niego. De una forma o de otra, todos hemos formado parte alguna vez de esa mayoría silenciosa a la que apela el conservadurismo político, porque es la base de su supervivencia. Da igual si se trata de un escenario prebélico, de una pandemia, de una crisis económica o de una problemática tan evidente, estructural y endémica como es la vivienda. La responsabilidad política es clave. La falta de movilización social, también.

Apelar a la épica del sacrificio, de los cinturones apretados y del trabajo es justificar cualquier dolor, cualquier sufrimiento. Y nada justifica la inacción política, la ignorancia, la indiferencia, causas todas de cualquier dolor social que se precie. Cualquier movimiento que tenga como objetivo un mínimo de progreso se ejerce hacia adelante, y de abajo a arriba, como aquellos saltos sobre montones de arena y las escaladas por bloques de hormigón. Ninguna conquista social se hace en silencio. Ninguna mayoría alcanza por sí sola nada si no es por el ánimo espontáneo de alguna minoría que en un momento concreto decide alzar la voz.

Lo particular de este tiempo que nos ha tocado vivir, además, es que ninguna sola de las mínimas partículas que forman parte de esa masa silenciosa, está exenta de sufrir las catastróficas consecuencias de su propia inacción. La verdadera utopía no es pensar que existe solución para cualquier conflicto económico y social, sino que nuestros representantes políticos vayan a ser capaces de resolverlos.

En vistas de que cualquier intento de movilización por su parte pasa por el rearme y el estado de pánico constante, conviene recuperar el verdadero espacio contracultural, que no es oponerse a todo por norma, sino a todas aquellas decisiones que degraden nuestro bienestar, desde un relato que alcance verdaderos consensos. Ayer fue una guerra, hoy es la vivienda, y mañana tocará evitar a toda costa otro desastre. Nadie nos representaba en nuestro afán explorador cuando todavía el mundo nos parecía un lugar por descubrir. No dejemos por tanto que se nos quiera representar en un mundo del que se nos quiere expulsar y que cada día es más difícil habitar. Toca trepar de nuevo por los escombros y ecuperar el terreno perdido. Y nadie lo va a hacer en nuestro nombre.

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