Lo crudo de nuestro tiempo es que el relato esté ahora en poder de quienes asumen una sola concepción del mundo

Como ateo que soy, o incluso agnóstico a ratos, reconozco que me cuesta simpatizar con la semana santa. Crecí en un entorno abiertamente progresista, lo que hace no tanto se decía de izquierdas, qué se le va a hacer. Vamos, soy un perseguido en estos tiempos de neoinquisión, en que lo mal llamado woke se confunde con aquello que llamábamos tolerancia, libertad y concordia. Tiempos que hoy, qué cosas, parecen casi prehistóricos, cuando no había que debatir sobre la redondez planetaria, la utilidad de las vacunas, o la dieta base de la inmigración haitiana.
El caso es que lejos de producirme urticaria, el ambiente procesional, el incienso, los pasos, las torrijas, el llanto, me parecen ingredientes tan típicos y profanos que verlos en un contexto tan santo es casi teatral. Es enternecedor ver a según qué iluminados rasgarse las vestiduras por el ritual santísimo que se nos viene. Llorar es un ejercicio de purificación exquisito que más de uno no se permite hacer ni en su casa, pero lo deja barato para las victorias de su equipo, de su comparsa, o hasta de su club de ciclismo.
Salir y cantar a estatuas tiene el mismo sentido que cantarle a un alcalde durante cuatro días, para luego volver a darle una palmada en la espalda en forma de voto, y hasta las procesiones tienen mucho de manifestación o de club de running. Es, por qué no decirlo, cuestión de prioridades.
Yo no simpatizo con todas ellas, faltaría más, no me dan ni el tiempo ni las ganas, pero lejos de partirme otra camisa, plancho mis desavenencias y procuro lucirlas limpias en un debate antes que en un exabrupto en redes. En uno de los muchos boletines que leo, me enteré de que un periodista francés cuyo nombre no se revela en ningún momento, se plantea seriamente si publicar con seudónimo un libro donde pone en tela de juicio la tolerancia desde nuestras sociedades occidentales hacia el fundamentalismo religioso, prinicipalmente el islam, y si es asumible por nuestro modelo de convivencia democrática. Mucho antes de este boletín, los planteamientos de Najat el Hachmi ya generaron polémica. La cuestión es que Najat es catalana. Y de origen marroquí. Y es mujer. Algo sabrá sobre fundamentalismo islamista.
Es preocupante en el caso del periodista francés que se plantee el anonimato. En el caso de Najat el Hachmi, que se le ponga en entredicho y como poco, se le tache de islamófoba. Lo crudo de nuestro tiempo no es que existan procesiones ni simpatizantes de la semana santa o del islam, sino que el relato, cambiante, esté ahora en poder de quienes asumen una sola concepción del mundo y de su funcionamiento. Duele asumir que están a ambos lados del tablero. Conviene señalar la hipocresía tanto de un progresismo que en su cruzada hacia el imperialismo occidental, ha construído un relato de connivencia con el fundamentalismo más atroz, así como el de un conservadurismo que al mismo tiempo que se declaraba neoliberal, construía vallas cada vez más altas.
Ante esta batalla cultural que al propio Gramsci ya le habría causado varias cefaleas seguidas, estamos los del medio. Para unos, somos los tibios, los que se ponen de perfil, y para otros, los que van de moderados y en el fondo, los más peligrosos, porque no se nos ve venir. Somos, en definitiva, los que podemos ver una procesión, disfrutar de una saeta, y militar en movimientos antifascistas, antifundamentalistas, comernos un cuscús y hasta unas torrijas, sin morir en el intento. A ver hasta cuándo.
