Si queremos que el tiempo de lectura sea valioso, hay que buscar la vía del interés y del disfrute y abandonar la obligación

La única que vez que vi a mi padre leer algo con atención fue el AS, durante bastante tiempo además, y mi madre, que nunca ha sido una lectora muy regular, alguna que otra vez sí que agarró un libro. Ahora devora novelas policíacas. A mi abuela la recuerdo leyendo casi todas las siestas, y todavía conservo un ejemplar minúsculo de El miajón de los castúos que se sabía de memoria. En mi casa nunca hubo personas muy lectoras, de hábito regular, pero siempre se leyó, y había libros, porque para empezar a leer lo más importante es estar cerca de un libro. Saber que existen.
Landero cuenta en su maravilloso «El balcón en invierno» cómo su padre, un hombre de campo, le hacía leer de pequeño ante una cuadrilla de compañeros para sorprenderles. Ese respeto por la lectura, como síntoma indiscutible de saber, esa sacralización de la letra escrita como muestra absoluta de cultura, habita en cada casa, en mayor o en menor cantidad, como las legumbres, las croquetas o el jamón. Aún no he visto una casa en la que no haya al menos un ejemplar de algún clásico de aquellos que Círculo de Lectores vendía, no sin fatigas. O algún periódico o revista. La cuestión es si, como las buenas dietas, se siguen o no.
Es difícil que las lentejas entren por obligación, obviando que existen bastantes formas de cocinarlas, o incluso otras legumbres. Con La Regenta viene a suceder lo mismo. O con cualquier clásico. Todavía recuerdo aquellas recomendaciones lectoras en tercero de ESO: La verdad sobre el caso Savolta. El Jarama. Entre visillos. Libros que he sabido valorar con el tiempo, pero jamás desde mis dieciséis años. José Antonio Marina cuenta cómo descubrió que uno de sus alumnos, muy apático en clase, era un apasionado del coleccionismo histórico. Un día, Marina le animó a mostrar su pasión en clase. Acabó dando una lección magistral sobre la Segunda Guerra Mundial. Hoy es profesor de Historia. Cada vez que recuerdo este episodio, pienso en todo el alumnado al que se le le quieren meter los clásicos, como los medicamentos más fuertes, por la vía del sufrimiento, desde una obligación absurda y mentecata que falta a la inteligencia de quien lee, por supuesto a su interés, y también al del autor. Maldita la gracia que les debe hacer a Clarín o a Cervantes semejante metodología.
Habría que mirarse entonces eso de que hay malos lectores. Puede que los haya de Clarín o de Cervantes, pero seguro que los habrá muy buenos de Camilla Lackberg o Juan Gómez Jurado. Hay que ser justos con las consecuencias de una pedagogía basada en la obligación en lugar del disfrute, que parece querer fabricar filólogos o académicos antes que lectores habituales. Para descubrir a Clarín, basta con leer un par de artículos. Para disfrutar La Regenta, se necesita bastante más. Y si no gusta, tampoco pasa nada.
Borges decía que había algo más valioso que un libro, el tiempo. Si no gusta un libro, se deja. No pasa nada, no es delito. Si queremos que el tiempo de lectura sea valioso, si queremos defender la lectura y por ende, la literatura, habrá que buscar la vía del interés y del disfrute, y abandonar esa mala práxis que convierte en malos lectores a los que no leen lo que quieren unos cuantos académicos, que por mucho que se empeñen, jamás conseguirán que un lector del AS, como mi padre, se lea el Quijote sin pasar antes por El fútbol a sol y a sombra. A Galeano le encantaría. Y a cualquiera que sepa valorar su tiempo y la literatura, sea hombre de campo, ama de casa, abuela lectora, o alumno con las ideas claras.
