No me costaría entender en qué consisten las despedidas de soltero si entendiese el matrimonio

Allí estaban, pulcramente alineados, como lo que querían representar, con su uniforme perfectamente fiel a aquella naranja mecánica que en su día capitaneó Johan Cruiff. Solo que no eran la selección holandesa, y no parecían ser futbolistas profesionales. Era un grupo de amigos que se iba a Amsterdam, de despedida de soltero. ¿Que por qué lo sabía? Porque no eran ni las siete de la mañana en el aeropuerto de Bristol, y ya llevaban dos pintas cada uno. Y salvo que fuese una broma, es imposible que un grupo de ingleses se ponga de acuerdo para ir vestidos con la misma ropa.
Dentro de lo que cabe no es el grupo más extravagante que he visto, todo hay que decirlo. Ya hace unos años de ese episodio, que he recordado en una conversación con mi pareja sobre las dichosas despedidas. Ahora, en pleno verano, cuando se multiplican por tres o por cuatro, y habida cuenta de que no andamos muy sobrados de dignidad, tengo que elogiarlas. Porque al final no dejan de ser la representación más pura de la contradicción humana. Hay que ser muy humano para jurarte no repetir ciertas cosas en el matrimonio, así que nos permitimos esa barra libre y juntamos todos los vicios de golpe en un fin de semana, como si lo que está por venir fuese a ser un calvario que conviniera revestir de “menos mal que me quité la espinita.” Lo que pase en Benidorm, que se quede en Benidorm. O en Amsterdam. O en Sevilla o en Málaga. Anda que no hay sitios donde hacer el mamarracho.
Pero ojalá fuese tan fácil. No me costaría entender en qué consisten las despedidas de soltero si entendiese el matrimonio. Supongo que es imposible separarlos, como las uniones más fieles al talonario. Para vestirse de Johan Cruiff o de novia con pollas de goma en la cabeza no hace falta casarse, pero entre todos nos hemos convencido de que el único ritual que merece tanto disparate es este, y para hacerlo más redondo, pocos hay que consigan poner de acuerdo a tantos amigos en la distancia. Quizás solo las igualen los entierros, los conciertos y los festivales. Y ahora que lo pienso, dudo mucho de los primeros.
Pero me intriga más esa capacidad de análisis que lleva a quien traga con ellas a aceptar que el yin y el yan del matrimonio y las despedidas va de firmar un talonario ético con muchos ceros. Pasar por ese aro es aceptar que ya nada va a ser igual. Entonces, la pregunta sale sola: ¿Por qué se casan? Y si se casan, ¿por qué hacen despedida?
Insisto, me cuesta juntar ambas ideas en mi cabeza y que se lleven bien. Nada hay más dañino para un momento que se presupone feliz y maravilloso que revestirlo de castigo y adiós. Así que no, la culpa no es de quien hizo aquel puñetero vídeo o aquella maldita foto, es tuya, que no sabes a estas alturas si lo que vas a hacer merece tanto sacrificio. Si el antagonista del felices para siempre es un boys o una sala de baile, y lo disfrutas más, entonces no hace falta que te diga que te estás equivocando. Lleves una camiseta de Países Bajos, o una polla en la cabeza.
