Nada pasa si de verdad hay una voluntad férrea, desde el principio, para que no suceda.

Este año se cumplen ochenta años del fin de la guerra que nos marcó como generación, quién sabe si también como civilización, y del genocidio, aunque de eso, dicen, supimos mucho después. Yo prefiero pensar que no quisimos saberlo a tiempo. Antes de esa hubo otra guerra, y antes de esa otra, y otra. Muchas, incontables, a lo largo de la historia. Pero el arrepentimiento y el dolor se marcan como las cicatrices, y no somos capaces de decir que no pasó. Ni que no dejamos que pasara.
Lo peor de todo es tener que afrontar que dejamos que sucediese. Oír hoy a todos esos políticos hablando de unidad, de solidaridad y fortaleza en un mundo que ya no entiende de futuro sin saber digerir bien su pasado, es aterrador. Oírles una vez más martilleando con un relato manido y hueco, el mismo que usaron y manosearon todos los que estuvieron antes, y los que vendrán, seguro, después. Pero no, no es eso lo que más me horroriza. Es mucho peor saber que pese a todo, fuimos cómplices: unos, absolutos, alineados desde el principio, con su voto, con sus manos, su cuerpo, su entrega feroz. Otros, con nuestra inacción y nuestro silencio, nuestra mirada de perfil. Nada pasa si de verdad hay una voluntad férrea, desde el principio, para que no suceda.
Ahora que el mundo se mueve por otros códigos, que la globalización queda ya muy atrás, que palabras como multilateralismo nos suenan casi como discursos medievales, lanzo al cielo una plegaria, no por los que ya no están, porque no las necesitan, sino por los que tienen que venir. Por todas esas almas que un día pisarán esta tierra, o lo que quede de ella, pensando que todo lo que les contaron un día no tiene visos de volver a suceder. Pasará, si dejáis que pase.
Cada día antes de dormirme, paso un largo rato mirando el techo de mi habitación, en silencio, hablando sin hablar con un yo que intuyo lejos, muy lejos, dentro de muchos años, frente a todas esas almas por las que pedí un día toda la memoria posible, y la eterna capacidad de poder ser consecuentes con su pasado, para que pudiesen serlo con su futuro. Y no sé qué pensar.
Ayer soñé que volvieron a pasar otros ochenta años, y volvíamos a enarbolar aquellos discursos de hermanamiento, aquellas palabras que llamaban a la reconstrucción de valores muertos, aniquilados, quemados bajo los escombros, la indiferencia, la absoluta falta de empatía y compasión. Soñé que a esos políticos se les condenaba al ostracismo, al olvido, y quienes creíamos que era posible, una vez más, el reinicio del mundo, nos veíamos obligados a escondernos o huir, en el mejor de los casos.
Despierto, sudoroso, miro al techo, a la ventana, y todo sigue ahí. Ochenta años después, ochenta años menos, quién sabe. Ahora que ya no quedan escombros que recoger y nadie parece recordar muy bien el cuándo, el por qué, ni hay ni tan siquiera quien esté dispuesto a hacerse esas preguntas, se impone la paz del silencio y de los cementerios, una vez más. Y sobre lo que un día era la ley, luego la injusticia, después el horror, y el espectáculo. Sí, hasta de eso fuimos capaces. Ochenta años después, miro al cielo de mi habitación, y pienso, ¿dónde está el techo de todo esto, de todos nosotros?
Hoy, en este año de 2105, Gaza y Palestina son un recuerdo, un paso fugaz, como lo fueron otros estados, imperios: polvo, ese en el que queda convertido su pueblo, su historia, su identidad, su memoria. Ahora me levantaré, iré a trabajar, volveré a beberme otra cerveza cuando pueda y si me quedan fuerzas, esperaré por los hijos que seguramente no tendré, ni por quien no tiene por qué esperarme. Y tampoco por el siguiente trozo de tierra perdido que tendrá la obligación de arder para que otros justifiquen su poder, su gloria, su existencia. Para que todos podamos seguir adelante como si nada de esto hubiese sucedido por nuestra culpa.

Una reflexión, compañero Lázaro, tan necesaria como acertada, o viceversa.