Disfrutar de una canción con tu grupo de amigos, con tu familia, recordarla siempre, exige que haya alguien detrás dispuesto a darle sentido a ese momento

En una escapada veraniega que hice hace algunos años al Jerte, me llevé una sorpresa maravillosa al saber que uno de los pueblos de la comarca estaba decorado para sus fiestas. Me duró poco la alegría: fueron el fin de semana anterior. Pero el escenario seguía allí, y me detuve un momento, observándolo con detenimiento, e imaginando el instante en que la plaza donde se erigía comenzaba a llenarse, hasta que, por fin, una orquesta o grupo de nombre inclasificable, o tan redondo por simple que es imposible de olvidar, se subía y daba por comenzado el espectáculo. Me recreé lo suficiente en ese ejercicio de realismo casi mágico para llegar a la conclusión de la necesidad del escenario, de la presencia. No solo del sonido.
Cuando miraba al escenario y me lo imaginaba soportando el peso de la orquesta, miraba desde cualquier lugar del pasado, desde un yo que descubría por primera vez el sonido de una guitarra, un saxo, o estrenaba en una escondida admiración por un vestido de lentejuelas o un teclado.
El verano, ese periodo del año hecho para que todos nuestros yoes convivan en el lugar donde se pueden permitir ser felices por un rato, al margen de los castigos lógicos, calores, aglomeraciones, atascos, ha dependido siempre del ingenio y de la buena voluntad de demasiada gente. Una cosa es odiar el verano y otra muy distinta odiar sus defectos. Pero es obvio que compensa.
Cuando descubrí el sonido de una guitarra en una orquesta de verano, o la euforia que un pasodoble puede provocar en un grupo de personas que en su día a día tiene la felicidad demasiado lejos o demasiado instalada en el placebo, quise que jamás desapareciese ese espacio. Que fuese algo patrimonial, como la patata de las tortillas, el tomate de los gazpachos, los abrazos de reencuentro que nos regala junio y los necesarios adioses en septiembre.
Para que el verano suene como tiene que sonar hay demasiadas cosas imprescindibles, pero antes de que la nostalgia haga su trabajo, hay que recordar, o nos tenemos que recordar, que todo lo que en algún momento nos hizo felices, existió y era palpable. Disfrutar de una canción con tu grupo de amigos, con tu familia, recordarla siempre, que forme parte de la banda sonora de un momento feliz o extremadamente triste, exige que haya alguien detrás dispuesto a darle sentido a ese momento. Decía Mcluhan que el medio era el mensaje. Una orquesta tocando una canción conecta con todos los momentos vividos que alguna vez tuvieron música de fondo, algo que por mucho esfuerzo que un dj ponga, y en el que Spotify invierta, es imposible de superar. Si el poder del directo no fuese necesario, los festivales serían reuniones de oyentes con cascos y bebidas energéticas.
La banda sonora del verano, como la de toda nuestra vida, necesita de alguien que le dé sentido. Por eso, cuando hay una fiesta popular sin orquesta, no dejo de pasármelo bien, pero la disfruto menos sin ver la guitarra y quien la toca, sin una batería, sin un coro, sin unos micros, sin la parafernalia necesaria, tangible, como la sombrilla, los tápers, el filete empanado, las chanclas. Todo lo que cabe en muchísimas fotos pero jamás en una lista de reproducción y en la poca paciencia de un dj. Todo lo que se puede ver y tocar para que nazca la banda sonora necesaria de cada momento de nuestras vidas.
