Si algo aprende uno cuando le toca vivir en una tierra en la que no cree nadie, es a no creerse más milongas

Una vez me contaron, hace ya mucho tiempo, que las ferias y las fiestas que se celebraban a final de verano eran las mejores, porque la gente que trabajaba en el campo, que era la mayoría, solía terminar las campañas para el final de la primera quincena de septiembre, y venían con mucho dinero. Para cuando empezaba a oler a otoño, en muchos pueblos como el mío, al verano todavía le quedaba un suspiro colgado de banderolas. A la sed y al capricho le faltaban horas hasta la primera barra de chapa y a la vecindad se le daban motivos de jolgorio desde las revistillas y los carteles. Todavía sigue siendo así.
Es un misterio de dónde parten esos consensos. Como soy un desconfiado, nunca me he creído la excusa del dinero. Si todos los pueblos, mayoritariamente agrarios, fuesen ricos a partir de septiembre, no existirían fiestas en mayo, ni en junio, ni en julio, ni en agosto. Y por supuesto, el dinero se alargaría más allá de las navidades. Como además de desconfiado soy un incordio, retuerzo aún más el asunto: también me contaron, y debe ser verdad porque así lleva siendo demasiado tiempo, que la mayoría de las fiestas se celebran en honor a patrones y santos.
Si eso fuese también cierto, no sé qué excusa tienen los festivales de música. El dinero y dios, o sus acólitos, parecen estar detrás de cada intento de fiesta en el calendario. Como dios y el dinero suelen ser asuntos muy serios, suelen imponerse, no acordarse. Ya se sabe que los asuntos eclesiásticos suelen ser secretos, no digamos ya los monetarios, y donde hay secretos suele haber confesiones. Solo así se explica la eterna hermandad entre crucifijos y carteras. Al resto parece que nos queda acatar.
Cuento todo esto porque cada día ocho de septiembre recuerdo aquellas palabras de Rodríguez Ibarra, justificando la elección del día de Extremadura con la proliferación de fiestas patronales en esa fecha, que coincide, además, con la celebración litúrgica de la virgen de Guadalupe, símbolo de la mal entendida Hispanidad, que, poniéndonos exquisitos, debe ser familiar cercana de la Extremeñidad. Se ve que siempre han sido tiempos confusos para los nacionalismos, no digamos ya para los regionalismos.
Como soy ateo confeso, confieso que tampoco soy muy creyente de los nacionalismos ni de los regionalismos, pero si algo aprende uno cuando le toca vivir en una tierra en la que no cree nadie, es a no creerse más milongas, y eso alimenta cualquier atisbo de refundación. La virgen de Guadalupe, a la que montaron en un barco para ver si en América tenía más suerte, venerada por un capricho de despacho, tiene el mismo consenso que la feria de mi pueblo, que la monarquía, que la transición, que tantas otras cosas en este país de miedos infundados: mejor así, y virgencita, que me quede como esté.
Así se explican y se justifican, por ejemplo, las carencias, la dejadez, y el eterno olvido. Si nos imponen lo que somos y nos lo creemos, ¿cómo no vamos a decir que la virgen de Guadalupe es extremeña y muy bonita, aunque tenga la misma pinta que las mujeres y los hombres que no quisieron perder la dignidad antes que la guerra, y que decidimos olvidar cada veinticinco de marzo?
