Los vivos hablamos un lenguaje que no entiende de finales, y además, jamás se nos prepara para lo que supone afrontar tantísimos principios desde una ausencia

No soy amigo de los hospitales, los evito siempre que puedo. Me dan mal rollo, como se suele decir. Conviven, en su necesaria y vital existencia, una dicotomía de fuerzas en continuo y delicado equilibrio que me causan muchísima incomodidad: vida y muerte, alegría y tristeza, dolor y sanación. Una dicotomía tan honda que es difícil de calcular. La antesala de todo y de nada. De la vida y de la muerte.
Pasa que pongo un pie en el hospital y pienso más en lo segundo. Sin embargo, no ocurre cuando voy a los cementerios. Es como si las paredes de los hospitales tuviesen la cualidad de absorber la ira y el dolor y la escupiesen a mi paso, mientras que la cal de los camposantos del sur, esas paredes donde los recuerdos se agolpan como una biblioteca de polvo que regresa a su estado natural, o incluso la tierra que cubre, más al norte, a quienes optaron por abrazarse a ella en su último viaje, no tuviera nada más que ofrecer, nada más que decir, y consiguiesen embolsar todas las historias con el silencio solo roto por los pájaros o el viento peinando cipreses y espadañas.
Encuentro en los cementerios la paz que los hospitales, con su esforzada misión de mantenernos a este lado de la existencia, no son capaces de ofrecer. Por eso precisamente ahora que el recuerdo rebrota, que nos entregamos a la ritualización de celebrar a quienes se fueron, encuentro irónico que me haya tocado tener que volver a un hospital.
Hacía mucho que no iba a un hospital, y esta semana me ha tocado volver por la enfermedad de un familiar. A la salida, con la gente agolpada en la cafetería, desparramada por los bancos de las entradas, sentada sobre tiestos, de pie contra las paredes, fumando, charlando, con las cabezas torcidas hacia la profundidad de sus teléfonos móviles, dibujé la comparación necesaria con el sosiego de las flores, el recogimiento de los nichos, el afán, entre cubos, trapos, corcho verde, alambres que imitan tallos, de mantener vivo el relato de quienes dejaron de escribirlo, y trasladaron la responsabilidad de su eternidad a quienes se quedaron aquí.
Ahí lo supe: normal que no me gusten los hospitales, que me produzcan tantísimo desasosiego en comparación con la quietud de los cementerios. Los vivos hablamos un lenguaje que no entiende de finales, y además, jamás se nos prepara para lo que supone afrontar tantísimos principios desde una ausencia. De eso están llenos los hospitales: de carencias, de voluntad, de esfuerzo, de esperanza, de resignación, de rabia. Las paredes rezuman todo eso.
En el leguaje de los cementerios, ese que nos permitimos escuchar, con suerte, una vez al año, se difumina la gramática y la sintáxis del dolor. De ahí la parafernalia, necesaria, de dejar el mármol reluciente, de resucitar el color de unas rosas y unos claveles. De devolver al recuerdo la dignidad de quien lo sembró. De ahí la soledad, fuera de un uno de noviembre, de quienes sostienen la memoria de los que se fueron para no marcharse nunca.
Estamos fabricados para quedarnos. De ahí que cuando alguien parece que se va, nos cueste tan poco enseñarle la salida, llenar hospitales, agasajar con la presencia tangible. Pero cuánto nos cuesta mantener esa necesaria conversación con el vacío que deja. Quizás, ese soliloquio en blanco y negro mantenido frente a las tumbas, tenga más de diálogo de lo que pensamos. Puede que precisamente por eso no nos atrevamos a mantenerlo más a menudo.

Interesante esta reflexión donde el hospital y sus ruidos, el cementerio y sus silencios aparecen como notas esenciales para caminantes, para nosotros, seres que caminamos en una sola dirección hacia lo definitivo. Gracias querido amigo por estas y tantas reflexiones que nos hacen pararnos, mientras leemos, respirando la verdad que transmite. Gracias.