Hemos acatado la falsa idea de que, al hablar, como cuando uno sale de casa, no es que tenga que ir bien arreglado, sino que los demás tienen que estar conformes con como uno se arregla

Voy a una tienda de una conocida marca a recoger un pedido. Me atiende una chica joven con la que cruzo cuatro frases neutras, las típicas del argot entre cliente y representante de marca. Todo muy institucional dentro del capitalismo reinante. Pero acaba la insulsa conversación con un “pues todo ok, ya dejo marcado el pedido como recepcionado y el aviso le aparecerá en su email. Muchísimas gracias, hasta luego.”
Como uno ya tiene sus horas echadas en el universo web, ya está más que acostumbrado al ok, y por supuesto, al email. Lo que me arrugó la frente como un folio mal aprovechado fue ese “recepcionado.” Me recordó aquel chiste absurdo que me contaban de pequeño, donde un tal Quevedo, con una urgencia intestinal terrible que le obligó a hacer de vientre en un lugar público, aterrorizó a una señora que pasaba por allí, que reaccionó con unos ingenuos “¡qué vedo, qué vedo!”, a lo que el pobre hombre, angustiado, contestó, “vaya tela, hasta por el culo le conocen a uno.”
El ejemplo, insisto, tan absurdo e infantil, lo pongo como refuerzo de esa mala costumbre de retorcer el lenguaje hasta tal punto que, de tanto arrimarnos a la eterna aspiración de servicialidad extrema, cuando no de altura de clase, acabamos haciendo alquimia con él. Ese día, tocó el participio. Lo busqué, claro: resulta que está aceptado. Faltaría más, como lo está cocreta.
También me acordé de aquellos días, en el pueblo, en que la compraventa de pan se limitaba a una furgoneta que recorría las calles, y cuando no salía la gente que acostumbraba a hacerlo, o directamente no había nadie en casa —para eso quien repartía ya tenía que haberse preocupado de pegar a la puerta— la bolsa, con el pan dentro, se quedaba colgando del picaporte. O de donde fuese. Sin necesidad de conversación.
Nos cuesta conseguir ciertos acuerdos, llegar a ciertos consensos, pero de largo, los que amarramos sin firma en torno a la manera en que nos relacionamos siguen siendo un misterio. Hemos acatado la falsa idea de que, al hablar, que es por donde uno empieza a relacionarse, como cuando uno sale de casa, no es que tenga que ir bien arreglado, sino que los demás tienen que estar conformes con como uno se arregla. Si no, pareciera que no nos van a tomar en serio. A cuenta de estas cosas del hablar, ha habido polémica en Cataluña con Rosalía. Parece que no ha gustado en según qué sectores que una artista catalana abuse tanto del castellano.
Llama la atención que la queja venga sobre todo del sector político, tan escrupuloso siempre en cómo se dicen las cosas, y no tanto en lo que se dice. Lo cual demuestra que incluso a la hora de hablar, seas dependienta o aspirante a líder del independentismo de tu tierra, ni abriendo la boca seas capaz de ocultar tus complejos. Algo sabemos de eso en Extremadura, donde nos acusan, vaya, de hablar regular, de comernos letras, de dejar las frases colgando.
Y es que es, de largo, la mejor solución. Dejarlas así, como un buen pan de pueblo esperando en una puerta, colgando, para que cada cual coma cuando le apetezca, sin esperar a ser recepcionado, o resepsionat. Lo importante, a fin de cuentas, más que rellenar por rellenar, es que no nos quedemos sin pan.
