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He pensado en mandar el presente de las nubes al carajo de todas las redes, y volver a las piedras y a los bultos. A los tangibles. Más incómodos, sí, pero más presentes.

Me he pegado un par de días dado la vuelta porque Instagram, esa red social, me ha montado una escabechina interesante: no me dejaba entrar a mi perfil. Me ha hecho la del guarda de la discoteca, y lo peor, sin motivo, o al menos, sin justificarlo.

He perdido bastante tiempo averiguando qué ha podido pasar. He intentado cambiar por lo menos diez veces la contraseña, he probado a entrar desde Facebook, incluso a entrar desde tres o cuatro dispositivos diferentes. Nada. Hasta que he atado cabos desde el informático de clase turista que vive en mí, y he encontrado la clave: la IP. El DNI de Internet no convencía a los seguratas de Meta. Sigo sin saber por qué me impedían el acceso, así que he hecho la del primo que se te parece: usar un DNI prestado. Y a funcionar.

Lo peor de este embrollo, aparte del tiempo perdido, es la malísima sensación que he tenido pensando en la seria posibilidad de perder cientos de fotos, de recuerdos, de contactos, de historias. Una parte de mí, vaya, que me hubiese tocado reponer, mal que bien, desde otra cuenta, sin el tiempo, sin la necesidad, sin las ganas. Me he sentido como tantísimas personas en su día con la despedida anunciada de Tuenti, a la que no prestaron la debida atención, perdiéndose miles de sus momentos exquisitos como pecios impagables en el océano de Internet.

Otra parte de mí, que intentaba poner paz a la primera, me decía sin decir nada desde lo más hondo de mi consciencia, “lo mismo es una señal, anda y que le den a Instagram.” Pero no le han dado. Todo ha vuelto a su sitio, como si nada. Y he respirado tranquilo.

Pese a todo ahí sigo, dándole vueltas a la posibilidad de no ponérselo tan difícil a los señoritos de Silicon Valley, y largarme de una vez. He recordado aquellos años en que, en pleno corralito argentino, mucha gente mayor de mi entorno empezó a recuperar la vieja costumbre del colchón como caja de ahorros. Gente que lo mismo, desde un miedo justificadísimo, forró somieres y sábanas bajeras con los poquitos billetes con que podían abrigar sus ilusiones y sus proyectos.

Para mi corralito siempre temido de los recuerdos, suelo pensar en cajas de galletas, en sobres con la publicidad de Kodak, en el olor a la naftalina que una pequeña bolsita de plástico pasea de esquina a esquina por una roñosa caja de zapatos. En los momentos nada modernos, pero siempre sugerentes, de volver a tocar las fotos y la música de los cedés que Spotify no puede caparme con su afán extractivista. En la total ausencia de filtros, en la inmediatez del café sin reel para la eternidad de un vídeo. He pensado, por qué no, en mandar el presente de las nubes al carajo de todas las redes, y volver a las piedras y a los bultos. A los tangibles. Más incómodos, sí, pero más presentes. Nada expuestos al peligro de quien nos puede considerar, a capricho, peligrosos.

Todo lo que soy, somos, acaba colgado en un muro, como macetas que no tenemos obligación de regar ni de cuidar. Luego está bien que de cuando en cuando nos recuerden lo cerca que están de caerse, de salirse del tiesto. De lo dependientes que son de alguien que no somos nosotros mismos. Y para cuando queremos darnos cuenta, se rompen, y esas plantas intangibles que creíamos ver crecer a su antojo, sin ningún cuidado, no hay quien las recupere, ni las trasplante. Quien las haga crecer de nuevo.

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