Ser de un lugar, sobre todo de pueblo, tiene unas implicaciones tremendas, porque bien pensado, supone que ese lugar es más tú, que tú mismo.

La primera vez que salí del lugar que siempre había considerado mi casa sin saber cuándo iba a volver, me mudé a una ciudad. La segunda vez, también. Y la tercera. Y la cuarta. Del pueblo a la ciudad, y de una ciudad de un tamaño determinado, a una de un tamaño siempre más grande, como si las oportunidades, en forma de tarta, fuesen proporcionales a las bocas dispuestas a merendársela. En todas esas ocasiones me empeciné en nombrar siempre de dónde venía y de dónde soy, con todo lo que eso supone. Ser de un lugar, sobre todo de pueblo, tiene unas implicaciones tremendas, porque bien pensado, supone que ese lugar es más tú, que tú mismo. Y no puedo negarle la culpa de ser quien soy al lugar donde mi impronta encontró acomodo.
Nos empeñamos en convertir la adultez en huida, y en ese ejercicio de escapismo, optamos por ir siempre de la pequeñez a la enormidad. Hay un empeño honesto en querer revertir esa situación, y el hartazgo lógico de una generación cansada de un concepto tóxico de éxito basado en la extenuación con escasas recompensas, está resucitando el beatus ille, si no como salvación, al menos como tránsito curativo. Lo hacemos antes, vaya: eso de cansarnos de las promesas, que no de las expectativas, porque eso siempre está. Volver al pueblo o irnos a él; convertirnos en el sitio a donde vamos o volvemos. ¿Pero a dónde? «Me voy al pueblo», decimos, o al campo. ¿A cuál? ¿ A dónde?
En su libro Lagarta, Gabi Martínez, al que le agradeceré siempre su compañía desde sus libros, muestra con concisión lo que significa ser, estar: nada existe porque sí hasta que lo nombramos, lo ponemos a nuestro alcance, a nuestra altura, nos fundimos con su identidad y lo sentimos nuestro. Ese señor que trata de alguien al urogallo comparte su espacio y en determinados casos hasta se comporta como él. Sabe que es imposible ser un urogallo, por supuesto, pero es que cualquiera que se mude de Madrid a un pueblo de la sierra, dejará de ser de Madrid automáticamente, y el pueblo, pongamos Colmenarejo, acabará siendo esa persona.
Pero Colmenarejo existe si lo nombran. Como Villaconejos. Como cualquier lugar, refugio, el nuestro. Como Talavera la Real, que es donde me crié, porque así me tocó. Los pueblos, como nosotros mismos, son casualidades que si sobreviven, no es porque exista voluntad política, porque de esa ya queda muy poca. Como el urogallo, sobreviven porque todavía hay quien los nombra, quien no se asusta de su periferia, ni los traspapela entre las dobleces de la geografía. Siempre, donde he ido, he dicho de dónde venía. De dónde soy. Algo sabría Rilke cuando dijo que la verdadera patria de un hombre es la infancia. Recuerdo la mía muy feliz, en un pueblo, que sigo nombrando siempre, porque fue y es el escenario de mi patria. No es un pueblo de, ni está cerca de. Es un lugar con nombre que me hizo suyo y me lo sigue haciendo cada vez que quiero, aunque sea cada vez por menos veces.
Nombrar las cosas hace que existan. No se va uno al pueblo porque le gusten las encinas, las pozas, las cosas de la huerta y los productos ecológicos. Eso es hacer turismo. Como ir a Madrid, a Barcelona, espacios donde uno cree ser uno mismo porque nadie le reconoce. Pero eso es huir, no ser ni estar. Que le pregunten a Delibes. El sentido de lo que se nombra consiste en compartir su existencia y dejar que te atraviese. Uno se va al pueblo a ser el pueblo, con su nombre, con lo que supone. Porque en cualquier otro lugar simplemente se existe. Nadie puede ser Madrid, ni Barcelona ni Sevilla. Es imposible asumir tanto, y poco a poco, estamos consiguiendo que sea casi imposible estar. Pero uno sí puede ser la pequeñez de Alcazaba. La armonía de Jerez. Uno sí puede ser en el pueblo. Y nombrarlo es el primer paso para su persistencia más allá de la memoria.

Magnífica reflexión. Cada uno es, muy especialmente, lo que ha sido. Y en este sentido uno es y está en permanente contacto con sus raíces aunque después de vivir mucho tiempo en una ciudad uno diga que «uno no es de donde nace sino de donde pace». Las raíces las mantenemos vivas en nuestra forma de ser y de esto, de personas de pueblo, las ciudades grandes o pequeñas se nutren.
Gracias, Lázaro, nos estás mal acostumbrando a tus reflexiones porque cuando tardas nos sentimos mal. Esperamos ya la próxima.
Gracias por esta.