Ningún viaje es el primero hasta que no se hace en absoluta soledad

El viaje más largo que he hecho por carretera fue en 2009. Pillé un bus a las ocho o nueve de la tarde, y llegué casi doce horas después a Alicante. Desde allí en tren hasta la sierra, una hora después. Crucé España prácticamente de punta a punta y casi en línea recta, para visitar a unos amigos que había conocido pocos meses antes en un campamento.
Estaba deseando llegar. Fue un viaje terriblemente largo, con muchas paradas, de esas que interrumpen el sueño precisamente cuando es más necesario. De esos en los que alguien desconocido te pregunta dónde vas, qué tramas, y no siente curiosidad por tu nombre hasta pasada, por lo menos, la media hora de conversación. Fue también mi primer viaje en solitario, con todo lo que eso significa: el primer viaje para el que me preparé enteramente la maleta, el primer viaje al margen de una clase de instituto. El primer viaje que decidí emprender por mí mismo. En definitiva, el primer viaje. Porque ningún viaje es el primero hasta que no se hace en plena y absoluta soledad, al menos en uno de sus tramos. Y qué viaje.
Ahora, pasado el tiempo, valoro aquella hazaña con ternura. El yo de hoy acariciando la cabeza del yo de entonces, con una sonrisa tibia, con mensajes de celebración nada efusivos. Como un hermano mayor, o un padre jovencísimo, orgulloso, sabedor de que se vendrían aventuras mucho menos amables o peor, inesperadas. La vida en un macuto que nunca está lo suficientemente preparado para el siguiente autobús.
Despúes siguieron días, meses y años en que tocó viajar más por cierta obligación que por placer. A aquel billete le siguieron tantos que no cabrían siquiera en la escueta mochila que elegí para la improvisada aventura alicantina. Pero cabría, en un pequeñísimo hueco, al fondo, todo lo que fui dejando por el camino, por pura impaciencia, y que hubiese merecido la pena saborear con más determinación en su momento. El instante en que llegué a Ciudad Real, siempre ignorada. La conversación con aquella chica rumana que salía de su país por primera vez y llegó a España tras una odisea de casi un mes. El señor que me pidió que le despertase a la altura de Albacete porque «quería ver si los campos seguían igual que cuando era chico.» El padre de dos hijos que viajaban solos, y que me pidió por favor que estuviese al tanto de ellos, que tenían que bajarse en Murcia. A todo dije que sí, claro, no sin cierta incomodidad.
A mis recién cumplidos dieciocho se me estaba cargando de unas responsabilidades que no entendí mías. Pero asumo ahora, demasiado tarde quizás, cada vez que preparo alguna escapada, que el viaje fue y es eso. Ni la impaciencia, ni una estación en Alicante, ni el abrazo de unos amigos que esperan. La mochila que no quise llenar entonces y he llenado después con momentos recogidos de la memoria despedazada por las ruedas y los motores de tantos aviones, y que tenía que haber sentido como parte de la ruta, de la inesperada iniciación. De la vida, que jamás vende billetes que no se está dispuesto a comprar, ni fleta vehículos a los que no se está dispuesto a subir. Lo demás, lo inesperado, es el camino. Y nada, nada que se planea, tiene visos de mejorar nunca su profundidad y su capacidad de sorprender.
