Nuestra mala relación con la lluvia es un síntoma evidente de decadencia

De todas las cosas que hicieron mítica a la película Blade Runner de Ridley Scott, casi nunca se menciona la lluvia. El director incluyó ese detalle en el guión, se cuenta, para añadirle una pátina más de decadencia a la condición humana, en entredicho durante todo el filme. Sumada a la oscuridad perenne, el efecto es devastador, hasta tal punto que es difícil no sentirse mitad androide mitad humano cuando saltan los créditos finales.
El director británico debe tener una relación algo más serena con la lluvia que la pueda tener cualquier otro ciudadano más o menos ejemplar. Puede que eso le llevara a incluirla como símbolo de decadencia en su filme por antonomasia. Ser británico, por supuesto, tampoco le hace a uno ser más amante de la lluvia. Pero quiero pensar que cualquier persona nacida algo más arriba de los Pirineos la acepta en su regularidad con todo lo que supone.
Por aquí, por el salvaje oeste, la echamos de menos a ratos, pero queda la idea de que la odiamos todo el tiempo. Por eso cada vez que llueve con regularidad recuerdo con más nitidez mis años ingleses. Jamás olvidaré aquellos días primaverales, de chuzos casi asesinos, en que salía de casa con un abrigo impermeable enorme, unas botas negras militares de caña alta, y un paraguas que casi total seguridad no sobreviviría más de una semana. Mi contraste de astronauta de secano era tan atroz con respecto al de mis vecinos anglosajones, espigados, con una simple gabardina, que me he preguntado muchas veces si de verdad compartimos el mismo planeta. Yo, intentando permanecer aislado del agua, como si fuese a acabar con mi existencia, y ellos, impasibles, resignados a la presencia de un elemento tan presente y tan ordinario como los impuestos y el plomo que la anuncia arriba, en el cielo.
A alguien le oí decir una vez que las estaciones en Inglaterra son las dos únicas cosas en esta vida que deciden si una gabardina se abre o se cierra. Yo, que jamás tuve gabardina, me obligué a acostumbrarme a usar paraguas y chambergo impermeable, cosas que odio llevar encima pero he recuperado inesperadamente, y que celebro no saber usar del todo bien, porque la lluvia, ya se sabe, nos vuelve idiotas a los del salvaje oeste. Y no voy a ser yo más listo que nadie.
Solo así se puede explicar que disfrutemos de la buena costumbre de despilfarrar agua en cada desembalse. De cada rotonda anegada y de cada barriada de colonización aislada. De cada barrio que se queda sin luz y del atasco de cada desagüe. De los lloros por un desfile y una procesión deslucida que deja más llanto en el campo que en las naves de un polígono o en una sacristía. Como si fuese su culpa que nuestra vida no esté hecha a sus envites. Como si de su existencia dependiesen la de nuestros cuellos, la de los paraguas, la de los coches, la de las botas altas, la de los chubasqueros, hasta la de las cafeterías y la de las pelis de por la tarde.
No, no tenemos una buena relación con la lluvia, y cada vez que caen chuzos de punta es más evidente que es un síntoma palpable de nuestra decadencia. Algo sabría Ridley Scott, por muy británico que fuese, y aunque no haya visto en su vida un pantano extremeño escupiendo agua.
