Vargas Llosa murió en el mismo momento en que reconoció que no iba a concederle más tiempo a la ficción

Cuando Fernando Aramburu anunció que dejaba su columna diaria en El País, muchos empezamos a pensar en un hasta luego muy sutil. El escritor vasco reconoció que el mundo le parecía ya demasiado como para tener la obligación de seguir masticándolo desde un rincón de un periódico. Sabíamos que era una despedida a medias, simplemente dejaba de hablar en un sitio para pasar a hacerlo desde otro, el de la novela, donde se sentía bastante más cómodo. ¿Cómo reprochárselo?
Ahora que me sorprende la noticia de la muerte de Vargas Llosa, leyendo las crónicas y los recordatorios entre aranceles y guerras, me pregunto si acaso no le dijimos adiós hace ya bastante tiempo. Él mismo comenzó a despedirse suavemente desde «Le dedico mi silencio». Ya llevaba tiempo además alejado de la vida pública y del trajín de las redacciones. Ver ahora vídeos suyos leyendo extractos de la que fue su última novela sin duda sobrecoge, pero fue un adiós digno, anunciado.
Como Aramburu, que supo decir hasta luego al articulismo, Vargas Llosa se fue cuando quiso, y murió en el mismo momento en que reconoció que no iba a concederle más tiempo a la ficción, o al menos, no a quienes quisieron leerle. Vargas Llosa fue quien fue desde el momento en que decidió entregarse a la literatura.
Ese, el Vargas Llosa escritor, como el Aramburu que supo decir hasta luego desde sus columnas, desde el adiós de las letras, esos, son los que debemos llorar. Desde el adiós anunciado, se evidencia la rendición y el retiro. Ahí, desde el aparte, el escritor comienza a despedirse. Porque la literatura, salvo escasísimas excepciones, exige un alumbramiento de focos, mayores o menores, a los que algunos todavía, como el nobel peruano, tuvieron el honor de renunciar. Luego está ese otro dolor, el íntimo, el que lloran otros. Los cónyuges, los hijos, los amigos. Ahí no entramos los lectores, que sufrimos desde la ausencia de las voces que hablan por ellos.
En ese sentido, resulta inevitable, por muy odiosas que sean, entrar en las comparaciones. No he podido evitar estos días recordar otras despedidas, como la de Almudena Grandes, que nos cogió a muchos con un periódico en una mano y uno de sus libros en la otra. Imposible no pensar que nos la arrebataron, como a Javier Marías, que se fue como escribía sus novelas, desde el hermetismo y el silencio más doloroso, el que más atrona. Sus pérdidas se cuantifican desde el supuesto de todo lo que les quedaba por darnos.
La literatura, como pocas disciplinas, tiene unos repartos de gloria amargamente desiguales. El privilegio de poder decir hasta aquí, o el desgarro de un adiós inesperado, que al final se sujeta sobre el sonido que uno decide, o no, seguir susurrando desde las páginas. Vargas Llosa pudo decidir callarse. Y tuvo además el reconocimiento a su trayectoria en vida. Algo de lo que muchos otros, quizás demasiados, no pudieron disfrutar.

Qué razón llevas, amigo. Al final, todos vamos a morirnos y sin avisar.
Un abrazo grande