La ilusión y las expectativas, por mucho que las ilumine Dios, suelen manejarlas las instituciones

Uno de los mejores análisis del viaje a la luna lo hizo la serie The Crown. En un capítulo magistral, nos muestran al príncipe Felipe fascinado con todo lo que rodea la expedición de la NASA, con la idiosincrasia de los astronautas y con la mecánica del Apolo XI. Es un hombre que, huérfano de protagonismo monárquico, vive ese momento histórico como si formase parte del grupo. Lo verdaderamente genial sin embargo viene después. Ya en palacio, reunido con ellos, Felipe de Edimburgo se encuentra a sus héroes enfermos y cansados, machacados por el jet lag y un punto apáticos, como si no estuviesen del todo satisfechos por lo que su majestad considera un logro épico.
En el preciso instante en que supe que habíamos papam, y tras días de desborde informativo entre cardenales que se postulaban, fumatas e ilusiones católicas, apostólicas y romanas, recordé ese episodio como retrato significativo de la épica. Viendo la cara del cardenal americano, ya convertido en el mediador entre la tierra y el cielo, saliendo al balcón que se abre a una plaza de San Pedro atestada de gente, que vivía ese momento histórico como otro desembarco lunar, pensé en lo que había detrás, en cómo podía estar un cardenal americano justo cuando le estaban vistiendo con las ropas que en su día rechazó su predecesor, si le dolería la cabeza o tendría reflujo, qué sé yo. Por su expresión me recordó al Guardiola de las ruedas de prensa en España, con cara de cierta incredulidad, encogido cada vez que pensaba una respuesta, como predispuesto siempre a un desastre o a un eructo.
Y es que la épica tiene estas cositas: uno se cree que por que un señor se convierta en papa, lo lógico sería que todas las palomas de Roma en ese momento se coordinasen y dejasen volar solamente a las blancas, o que desde ese instante el mundo tiene por fin a un salvador que convertirá el agua de las desgracias en el vino de las mejores ilusiones. Como en el desembarco lunar, después del espectáculo, al papa le han dejado solo en su vuelta a casa, y habrá dormido con dolor de pies o con una terrible idea rondándole la cabeza: «madrecita, la que me ha caído.»
Me pilló el momento estelar en un bar, que es donde hay que vivir todos los momentos históricos, y vi a Sánchez Adalid debatiendo en la tele autonómica, hablando de espiritualidad y de consignas católicas, en un ambiente y con una retórica más propios de la investidura de un presidente del gobierno. Muy espiritual, claro, pero, de hecho, lo es. El papa, además de la máxima autoridad católica, es el jefe del estado de la Ciudad del Vaticano. Luego, como cualquier político que niega la corrupción de su partido o aplaza las explicaciones oportunas sobre la última crisis energética, la épica que se le presupone tendrá más horas de despacho y debate que de confesionario y oración.
Y es que hay que tener mucho cuidado con la épica, porque, como los amores platónicos, solo están en la cabeza de una de las partes. La ilusión y las expectativas, por mucho que las ilumine Dios, suelen manejarlas las instituciones. Y el papa, que en el momento en que apareció en la televisión, ya era por fin papa con arroz, según los análisis que pude escuchar en la mejor redacción que puede existir, que insisto, siempre es un bar, era solo un hombre asomado a un balcón. Y eso, seas astronauta, cardenal o el heredero de San Pedro, le da vértigo a cualquiera.

Querido amigo, qué razón llevas. Al final de todo el jolgorio cada uno se va a su casa, cierra la puerta, y a dormir con un paracetamol para relajarse y olvidar el mal trago.
Ay, la Logia de San Pedro es mucho más que un balcón. Es «la ventana del susto» tanto para el que sale a saludar como para los que están abajo expectantes de quien salga o de lo que va a decir el que se asoma.
Gracias por hacernos caer en la cuenta de que todo hay que relativizarlo y si es con estos asuntos eclesiales aplicarles el aserto bíblico: «vanidad de vanidades, todo es vanidad» (Eclesiastés).
Un abrazo