No hay religión ni ejército que iguale un paisaje

Llevamos cuatro días celebrando a San Isidro. Cómo será de importante la cosa que hasta lo nombraron patrón de Madrid, con lo que es Madrid, a quien le pegaría algo más celebrar la santidad de un piloto, un constructor o una neodivinidad televisiva.
Los que nos hemos criado cerca de los terrones lo tenemos como un símbolo que trasciende lo religioso, y eso tiene sus consecuencias: al final, el creyente suele situarse más cerca de su efigie cuando lo levantan cerca de los trigales, y quienes estamos algo más alejados del sagrario, vivimos su santa devoción a la sombra de una encina.
Ocurre con las festividades religiosas como con las comidas de empresa, que generan debate hasta la primera copa. El consenso se cimenta sobre la cerveza y los primeros compases de una verbena, nunca sobre la bendición del jefe o del santo. En mi pueblo no son más de treinta o cuarenta personas quienes, por un quince de mayo, se aproximan a una ermita para acarrear con la figura del santo patrón de la agricultura, del campo, del terruño. Y no son muchas más acompañándolo.
El cristianismo, que, como todas las religiones, todo lo puede cuando sabe a quién arrimarse, encontró en un labrador mozárabe su imagen y semejanza, tan parecida a la de aquella diosa Ceres romana que tan lejos le quedaba ya, y la dotó de una identidad muy masculina y viril para justificar que Dios se manifestase sobre todas las cosas con la misma facilidad que en su día multiplicó su hijo los panes y los peces. Así nació San Isidro, con la misma facilidad y disciplina con que hemos sabido repartirnos los roles míticos, aceptando unos a Dios en su casa, y los panes y los peces en las de quienes creemos que lo merecen.
Porque de eso se trata, de creer. Cada cual en lo que pueda, más que en lo que quiera. Hay pueblos, como La Albuera, donde estos días se rememora su conocida batalla, una de las más sangrientas de la Guerra de Independencia. Cómo de en serio se lo tomarán, que hay quienes deciden ser malos por un día y vestirse de soldados franceses.
Juan Manuel de Prada, que estos días ha vuelto a visitar la feria del libro de Badajoz, no desaprovecha nunca la ocasión para significarse como católico, cosa que le aplaudo. Es, al final, lo que España ha hecho siempre, significarse como católica. Solo que unos decidieron ponerse el traje de malo y no se lo quitaron hasta muy tarde. Otros, como Prada, tienen que sufrir el ostracismo por parte de quienes creen que las significancias tienen un precio. Ayer llevaban sotana. Hoy, calientan demasiados escaños.
Yo, como ateo confeso, y a Dios gracias, celebro que quien tiene unas convicciones férreas, las haga públicas y notorias. Mi ateísmo se manifiesta de maneras mucho más serenas, porque nada tiene que ver con el consumo de cerveza, de pan o de sardinas. Siembro santos en cada encina pensando en repetir, porque solo de pensar que, por ortodoxia atea o principios españolistas, tuviera que dejar de ir a según qué festividades religiosas, se me pone la carne de soldado francés en La Albuera. Me perdería, por ejemplo, demasiados atardeceres con el croar de las ranas de fondo. No hay religión ni ejército que justifique un paisaje, porque es de todos. Es lo bueno de la religiosidad campestre, que es algo más democrática: tolera por obligación y pura estadística a los ateos porque hay más sitio a repartir, al menos, durante una romería.

Me gusta esta confesión atea que manifiestas a propósito de contar aspectos de la religiosidad popular. Importante el contrapeso. De la religiosidad popular hay mucho que hablar, es más complejo que todo lo que aparece que no es más que la punta de iceberg de otra realidad en la que el ser humano se debate. Esta es entre lo tangible y el misterio. Interesante para un debate donde la antropología social sería la protagonista. Gracias por tu reflexiones, son de agradecer.