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Sobrecoge que aún hoy, haya quien quiera encontrar esperanzas en cualquier urbe

Leí hace no mucho una entrevista a un conocido urbanista y arquitecto, uno de esos tipos que se dedican a soñar sobre cómo deberían ser las ciudades y si les dejan, los cumplen, donde decía que el futuro de la humanidad pasaba por las «ciudades inteligentes», y por un «urbanismo colaborativo.» Yo, que pertenezco a la generación del B1 con maleta, esa que protagonizó un éxodo que bien pudo compararse certeramente con el de sus abuelos, me tomé con mucho humor el análisis de este profeta del hormigón sostenible. No era para menos.

Me sorprendió tanto optimismo urbanita, porque noto ahora, entre los del Blablacar sin retorno esperado, cierto espíritu de derrota, como si cualquier vuelta fuese un fracaso. La mayoría efectivamente regresa. Yo lo hice. Hay quien incluso se atreve a grabar discos en vuelta rural, pero hay quien se queda, y no precisamente para ir a mejor. Noto también, cada vez que voy y vuelvo de cualquier gran ciudad, pongamos que hablo de Madrid, sobre todo si son capitales, que se alimentan de los sueños de la gente, y de postre, suelen tomarse además un poco de sus pretensiones. Me lo confirmó un amigo, y algo sabemos los extremeños sobre el coste real de la emigración.

En ese páramo desértico que es la archiconocida España vaciada sin embargo la dieta es la nostalgia, la esperanza efímera, la Arcadia que depende de un empuje que es muy posible que jamás llegue. Y esa trampa es la peor para quien vuelve con el billete marcado por un pasado del que renegó sin tapujos. Sobrecoge que aún hoy, haya quien quiera encontrar esperanzas en cualquier urbe. Y que quienes la convirtieron en la única meta posible ahora vendan cualquier regreso como la mejor de las decisiones a quienes no nos quedó más remedio. Hay quien elige, y hay quien no tiene más narices.

Bien haríamos los que sufrimos la desgracia de vivir lejos de un emporio tecnológico, de una gran cadena de cafeterías, de un estadio de primera, en seguir llorando como quienes vieron pasar el coche de Mr Marshall. Jurar que no hay nada que hacer, que aquí no se les ha perdido nada. Porque el peor éxito no es el que no se alcanza, sino el que te promete quien no está del todo convencido de que merezca la pena.

Resulta entrañable leer y oír, como en aquellas maravillosas campañas comerciales de los peores años de la crisis, que la respuesta está en el pueblo. Por eso aplaudo la coherencia de quien todavía está aferrado a su sueño urbanita, y aunque pase más fatigas que en la miserable España vaciada, todavía encuentre estimulante hacer malabarismos con su sueldo en Barcelona, Madrid, Valencia, a seis mil kilómetros. Al menos no nos recuerda a quienes nos aprieta la boina y nos escuece la garganta, que la vida está hecha de hormigón y expectativas. Siempre, siempre serán mejores que quienes, en su nunca prometido regreso, quieren convencernos al resto de que ahora, por fin, es el momento de darle a la ruralidad el impulso que se merece. Cuidado con ellos. Rezo fuerte para que nos dejen en paz, de verdad, con nuestros subsidios, nuestra renta agraria y nuestra endogamia de cal y convento.

Sigamos publicitando por tanto nuestra miseria y nuestra lejanía, y mantengámonos lejos de la «colaboración urbanista» y del desarrollo sostenible cuya única moneda de cambio son los desahucios express, la destrucción del tejido social, los terrenos para gigafactorías y naves de metadatos. Vade retro a los evangelistas digitales y a su cohorte de fieles. Nos va la vida en ello, o peor, el bolsillo.

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