Tolerar es rezar para que aquello que crees que otro se esfuerza por llevar como mejor puede no te toque ti

Estaba en la cola de la caja de un super de cuyo nombre ahora mismo, la verdad, no me acuerdo. Dos señoras, rozando la sesentena, debatían airadas sobre el embarazo de una tercera que intuí, no estaba presente. No presté atención a la conversación porque estaban algo lejos, había mucho ruido, demasiada gente, demasiado trajín, en fin, lo que es un súper.
Me bastaron escasos segundos de vacío en la cola, algo de suerte y atino, para que me llegara el remate del profundo debate: «Es que si te sale lesbiana, imagínate, a ver qué haces. Yo menos mal que…» Y ahí apagué el transistor. Para qué más. Pagué y me fui.
No sé cuánto tiempo más debatieron aquellas dos señoras, pero le deseé toda la suerte del mundo a la tercera y ausente, en su embarazo, en la vida, y en la búsqueda de mejores amistades.
Durante mucho tiempo he pensado que la tolerancia no existe. Ahora simplemente lo sé. Desde que la cuestión de género se convirtió en un caballo de batalla de la izquierda, hubo demasiada gente que comenzó a sentirse incómoda. Incómoda porque un asunto que para esa gente seguía en el cajón de las fotos perdidas, rondaba las conversaciones como las bodas, los bautizos, los entierros, los ascensos, los despidos, o qué sé yo, un estatut, una independencia, un «sé fuerte.» Era algo «normal.» Y acostumbrada esa gente como estaba a ser quien dictara las normas, de repente se vio huérfana de responsabilidad y profundamente dueña de demasiados miedos. Y es que es la normalización lo que llevan mal. Porque tolerar es más fácil.
Se puede tolerar todo, porque tolerar es rezar para que aquello que crees que otro se esfuerza por llevar como mejor puede no te toque ti. Normalizar es otra cosa. Es aceptar. Sin más. Y eso ya escuece, porque supone hacerle huequito a ese otro. Y no todo el mundo está por la labor de hacerle hueco a nadie más.
Ese hueco que está en el cajón de los tabúes, donde se guardan los muertos mal olvidados, los adulterios, las bastardías. Ahí donde se guardan los engaños bajo un tablero de silencio, asegurando que la herencia negra no se escape. Ahí están el tío que nunca se casó, la tía que acabó monja, el amigo que acabó suicidándose, la compañera que se fue al extranjero. Ha sido así durante demasiado tiempo. Y el temor de quienes creen que se están quedando sin espacio para dictar las normas apesta a madera carcomida, a cerrado, a cajones que vuelven a cerrarse.
Volviendo a casa, deseé que esa niña que viene de camino agarre fuerte un día a su madre y le diga gracias por no hacerle hueco ahí. Hay sitio de sobra para todo el mundo, si nos convencemos de que quien sobra es quien tiene sus miedos bajo llave, y en lugar de espantarlos, los invoca para los demás. Desde la barra de un bar, desde un congreso, desde un partido, desde la cola de un súper.
Orgullo, respeto, normalización. Vamos a escuchar, ver y leer muchas palabras en el mismo sentido, demasiado parecidas entre ellas, demasiado traspapeladas en un lenguaje ambiguo que no ofende a quien todavía guarda sus temores bajo llave. Yo prefiero libertad.
La de verdad, no la del cigarro, la caña, el poderío del bolsillo y el sub aparcado en el paso de cebra. La que tiene cada cual en un sitio donde siempre puede caber otra persona, y otra más, y otra, sin que ninguna de ellas vea roto su biniestar. Ese sitio donde nadie te jode, estás a gusto, y no tienes que pedir disculpas ni las cosas con un por favor cargado desde el miedo y la paranoia. Eso es lo normal. Y que le den quienes guardan sus mierdas en un cajón.
