Quiero entrar en esas casas donde, como en aquella mítica escena de American History X, se desayuna crispación, se come rabia, se merienda resentimiento, y se cena ira.

Por esas casualidades del lenguaje y de los caprichos de la heráldica, y un poco también por la dejadez de funciones de una profesora que no quería meterse en demasiados líos, en primaria me sentaron por orden alfabético. Acabé prácticamente los seis años completos, salvo que me falle la memoria, junto a una niña con la que coincidía no solo en la letra cé, sino en prácticamente todo el apellido.
A ella el portugués le regaló una í detrás de la é. Yo la perdí, seguramente por culpa de un funcionario del registro civil poco amigo de los préstamos y de las nacionalidades contiguas. Sus ojos verdes, su piel morena y su pelo ralo me despertaban a esa edad la curiosidad de un explorador, como su olor a candela todas las mañanas, su mochila raída, sus esparteras, sus camisetas de Curro, la cajita con un pedazo de pan y un poco de fruta o un par de jícaras de chocolate.
La muchacha que traspapelaba el portugués con el español, y jugaba a las tres en raya conmigo en los bordes de los cuadernos o a pintarle bigotes a la gente de las ilustraciones, que acababa sola en su pupitre si yo no iba a clase, tendrá hoy, quién sabe, su tira de hijos, sus problemas para llegar a fin de mes y por qué no, la inquietud de no saber qué será de ellos cuando se sienten, si pueden, en una mesa parecida a la que ella frecuentó.
No tardé demasiado tiempo en entender lo que suponía ser gitana, pero tuvieron que decírmelo los demás, los que nunca se sentaron con ella. Por algún sitio, entiendo ahora, empieza esto del odio. En nombrar lo distinto para recordarnos el temor de una otredad dispuesta a igualarnos, y quién sabe si a eliminarnos.
Me cuesta hacer sociología fría estos días, porque quizás cometa el error de pensar que todo el mundo tiene la misma forma de limar sus asperezas. Yo, que le pegué balonazos a la puerta de un cuartel de la guardia civil veranos enteros junto a venezolanos, marroquíes, saharauis; que me pasé toda la primaria compartiendo lápices con una niña gitana, quiero entrar en esas casas donde, como en aquella mítica escena de American History X, se desayuna crispación, se come rabia, se merienda resentimiento, y se cena ira, para llegar a entender cómo se cocina y sobre todo, como se digiere después; aunque tardo poco en entender que siempre es más sencillo escupir aquello que no se deglute: un mal matrimonio, un trabajo mal pagado, secretos pegajosos en la parte más baja de nuestros recuerdos.
Siempre será mucho más simple volcar lo peor de nuestra condición en quien sintamos más alejado de nuestros dominios éticos, puede que incluso morales. Qué más da si es en Torre Pacheco, en Madrid, en Barcelona, en nuestra misma calle, en la puerta de al lado.
Aquello que no tiene remedio siempre encuentra un culpable. Y una de las grandes victorias del esquizofrénico sistema en el que vivimos ha sido convencernos de que jamás es esa persona aparentemente exitosa en la que nos queremos convertir, si no esa otra que viene, nos dicen, a competirnos el espacio de la pretensión y de los sueños. Y eso no lo podemos consentir. Hay muchas trampas con las que nos han sabido educar y a las que, por qué no decirlo, tampoco hemos puesto demasiado empeño en esquivar.
Puede que sea tarde para entender en qué consiste la globalización o de dónde y cómo surgen las teorías que estructuran los relatos racistas y xenófobos de hoy, pero todavía creo que estamos a tiempo de mostrar a quienes aún no saben nada de etiquetas ni de pertenencias, ni de multilateralismos ni bilateralidades, desde los pupitres compartidos, que para jugar a las tres en raya, compartir lápices o pegar balonazos, todo lo demás importa poco.
Fomentar que igual que se presta un sacapuntas o un balón, igual que se cede ese espacio sin la sensación de haber perdido nada, se pueden ceder otros muchos. Si al menos una exigua minoría consigue cambiar el menú del odio en su casa cuando les toque, ya habremos ganado todos, aunque sea un poquito.

Tan excelente y oportuno tu escrito que se vuelve ejemplar. Gracias por tu valentía. Honras con tus escritos este blog de la Tertulia Página 72. Gracias. Excelente, como siempre. Un abrazo grande.