Hay despachos donde todos los días se producen los incendios que nos expulsan, y nos anuncian, si prestamos la atención suficiente, el desastre que está por venir.

Estos días en que el verano ya empieza a entrar en su estertor, que el aire comienza muy poco a poco a refrescarse, aunque el clima a veces se esfuerce por lo contrario, y en los que cobra sentido aquello de agosto frío en el rostro, me ha dado por pensar en los dientes de león.
Esas plantas diminutas y esbeltas, cuyos polinizadores hemos soplado todos alguna vez en nuestra vida, crecen durante todo el año, aunque es solo en primavera cuando se muestran, como casi todas, en su absoluto esplendor. Se hacen resilientes, mostrando una hoja fuerte y sabrosa, y en otoño, las raíces son robustas y nutritivas. Cuando la planta madura, aparecen esas semillas maravillosas, que flotan con una delicadeza asombrosa cuando un viento ocioso las arranca de su descanso, para posarse en cualquier otro suelo, en cualquier otra tierra, de cuya planta madre ni siquiera ha podido adivinar antes su existencia.
La naturaleza, que mantiene en un estado de inalterabilidad casi milagrosa su funcionamiento rutinario, se esfuerza, como el diente de león, por mantenerse en su robustez, le caiga lo que le caiga, y quienes vivimos en territorios olvidados lo sabemos bien. Sabemos también muy bien lo que significa tener que volar cuando el viento no es del todo favorable, y posarnos donde nos dejen. Ahora que la tierra parece descansar tras haber ardido hasta casi sus límites, conviene recordar no solo qué hay que hacer, qué hay que prevenir, qué hay que ordenar y a quién hay que culpar. Ojalá solo se tratase de incendios, porque son más cosas.
En la tierra olvidada donde crecemos los dientes de león, el olvido crece sobre la desconexión, la dejadez de funciones, la desatención, la corrupción sistémica que hace y deshace en el juego invisible de los despachos por su propia supervivencia. Cómo no nos va a quedar otra que volar.
En muy raras ocasiones, solo cuando el milagro natural se produce, nos podemos permitir volver, aunque sea solo para observar cómo ha cambiado todo para seguir exactamente igual. No, no huele a quemado porque ardan los montes y los bosques. Hay despachos donde todos los días se producen los incendios que nos expulsan, y nos anuncian, si prestamos la atención suficiente, el desastre que está por venir.
Por mucho que nos intenten convencer, la solución no está detrás del señalamiento y el cambio de unos por los otros. La política del olvido ha triunfado porque ha encontrado entre sus víctimas a sus mejores cómplices. La solución que queda está en resistir, como el diente de león en el invierno de su vida. Hay que estar presente cada segundo para hacer de cortafuegos, para no acabar volando y teniendo que buscar otra tierra desde la que llorar esta.
Tenemos la suerte, además, de hacer que el viento sople a nuestro favor, para no depender de él, para recordar, además, que la mejor de manera de apagar un incendio es ir a por quien tiene el mechero. Y aunque parezca que siempre son los mismos, no son los únicos responsables. El olvido lo sembramos todos.
