Espero que cuando María Pombo deje de serle útil a los de siempre, no se le ocurra escribir unas memorias

Antes de que existieran los libros, ya existía gente poderosa. De hecho, antes de que existiera el poder, ya existía gente que sabía que había que inventarlo para que no fuese otro el que ocupase su sitio. Después vino todo lo demás, que es más o menos lo que conocemos como historia, o lo que es lo mismo, la sucesión de acontecimientos que son la consecuencia de las múltiples maneras que encontraron esas mismas gentes para seguir ahí.
Podemos echarle todo el azúcar que queramos al café para hacer el trago menos amargo, pero reconozcámoslo, todos los avances han supuesto de una u otra manera un retroceso conveniente. Es la eterna compensación. Si queríamos oro y especias, un buen puñado de seres humanos tan válidos y libres como nosotros lo iban a pagar. Si queremos móviles que nos hagan fotos cada vez más nítidas y tengan mayor capacidad de almacenamiento, un buen puñado de gente tiene que dejar de ser libre y dedicarse a picar cobalto. Nadie protesta por eso. Es una forma de injusticia que hemos asumido como necesaria. Y pese a todo, aquí estamos.
Porque, admitámoslo, la ignorancia y la ceguera, nos pongamos como nos pongamos, son la gasolina que hace que nuestras sociedades resistan. Si fuésemos justos todo el rato, estaríamos todo el rato a guantazos. No se puede ser coherente siempre con un discurso absolutamente comprometido y pretender que nuestra vida avance al mismo ritmo que la de todos los demás.
Dentro de todos los demás, por ejemplo, hay gente que va los domingos a misa a rogar por todos, pero sabe muy bien elegir a quien no deben llegar sus ruegos. O sale a la calle con un pantone para dilucidar qué lejos está la cristiandad de la bondad de las personas dependiendo de la tostadura de la piel.
Como todos los demás no tienen nada que ver con nosotros, cada cual sabe hacerse muy bien la trampa para considerarse parte de la extrema mayoría. Hasta hace no mucho, estar cerca de un poderoso le obligaba a uno a pensar en coches y bolsos. Ahora es mucho más fácil, basta con reconocer que para triunfar tampoco es necesario esforzarse demasiado. Basta con esperar a que la vida te sonría, trucar los dados, y sobre todo, alejarse de todo eso que durante muchos años fueron las herramientas de los poderosos: la información, el conocimiento, el saber. Basta con estar a la última para no parecer el último. Si María Pombo lo ha entendido perfectamente, ¿qué nos ocurre al resto? ¿Tan escrupulosos somos?
No creo que nadie busque las respuestas en una página. Por supuesto que leer no sirve para nada. Tampoco el fuego. Ni la rueda. Nada sirve para nada, si lo pensamos fríamente. Nada tiene un propósito claro salvo que se le encuentre. Y creo que esos mismos que saben hacer la historia le han encontrado un propósito claro a María Pombo, aunque ella lo venda como que es lo que ella quiere, por lo que le convendría relajarse un poco. Al final, a los poderosos siempre se les acaba la paciencia con sus bufones, que no dejan de ser, mal que le pese, otra herramienta. Y cada vez hay más. Espero entonces, cuando deje de ser útil, que no se le ocurra escribir unas memorias. Corre el peligro de convertirse en escritora, o mucho peor, traicionarse a sí misma, demostrando que al final los libros sí que hacen falta. Aunque sea para darse cierta importancia.

Das en no pocas claves, amigo Lázaro. Ser completamente coherente parece imposible hoy día. Pocos hábitos diarios de cualquier hijo de vecino resustirían el más mínimo análisis de qué supone esa libertad que ejercemos cuando encedemosvel móvil o encargamos un carrete de cinta para la vieja máquina de escribir y te lo mandan -aunque no lo sepas- desde un país donde se está explotando a seres humanos, muchos niños, para producir ese objeto que tan feliz y libre te va a hacer cuando escribas a la vieja usanza, «a máquina».
En fin, Lázaro y compañeros, cuán difícil es vivir en este mundo sin querer, a ratos, bajarte del carro y buscar un chozo perdido en el monte.