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Hay en las fotos borrosas un arcano tan potente que las hace llaves de la memoria y útiles imprescindibles en el viaje relámpago al recuerdo de cualquier episodio

Enchufas el disco duro al ordenador, queriendo limpiar, y sí, siempre acabas viendo fotos. Es un hecho. Son los caminos de la nostalgia y no los del señor los verdaderamente inescrutables.

Siempre hago cuentas con los recuerdos. La última foto de la última vez que me recuerdo oficialmente joven es la última foto que conservo de las que pude salvar de Tuenti, esa red social – sí, ya existían redes sociales antes de las rrss – el último refugio de la dignidad adolescente española. Sí, dignidad, profunda, limpia, sin ambages. Dignidad sin disfraz, clara y nítida, aunque las imágenes, casi siempre escupidas por cámaras compactas o móviles demasiado lejos de la exigencia del megapíxel, no lo fueran jamás. 

Después de Tuenti vino el resto, porque nos hicimos mayores. Por eso en esas fotos está quien considero mi yo joven, irremediablemente más joven, o más gordo o delgado, con más o menos barba, con el pelo más largo. Sencillamente diferente, demasiado, pero sobre todo naturalmente feliz, sin imposturas.

En esas fotos, casi todas malísimas, no nos engañemos, borrosas y mal encuadradas, pasadas de luz o demasiado oscuras, no posa nadie. Son trocitos de momentos exquisitos que recuerdo como si no hubiesen pasado tantísimos puñeteros años. Ahí estamos, estoy: disfrutando de mi adolescencia, sin actuar, con cara de estar suplicando por las llaves de ser mayor, porque aquello, por muy bonito que pareciera y por muchas sonrisas que se pudiesen estar vendiendo, no era tan bonito como parecía. Menudos imbéciles.

¿Cuándo y cómo nos rendimos? ¿Cuándo dejamos que nos gobernara el cartón piedra? Me recuerdo con 16 o 17 años con un móvil de mierda, jamás tuve cámara, y era un milagro si alguien aparecía con una. ¿Quién hacía fotos a las copas? ¿A los platos? Jamás perdíamos el tiempo informando a nuestra plebe de nuestros movimientos, la única historia era la que vivíamos esa noche y se contaba con matices a la mañana siguiente. ¿Tan bien escondimos la naturalidad que no hemos tenido narices aún para encontrarla? 

Hay en las fotos borrosas un arcano tan potente que las hace llaves de la memoria, útiles imprescindibles en el viaje relámpago al recuerdo de cualquier episodio. Tienen una magia inexplicable que sus perfectas y nítidas compañeras no consiguen igualar. Hay de todo: caídas, borracheras malamente disimuladas, líos, besos a punto de ser dados y de ser recibidos, muchísimos gritos, y muchas, muchísimas sonrisas amplias, enormes, casi nunca a la cámara, ausentes de receptor neutro y atemporal. Hay felicidad auténtica. Porque sí, éramos felices. No había que plantarse. ¿Posar? Se estaba viviendo.

Éramos, fuimos, adolescentes, en un tiempo donde la presión existía, por supuesto, pero jamás sentí que tuviera que decir o mostrar a mis amigos que me sentía bien. Lo sabían. No quiero enterrar los problemas de la adolescencia de aquel entonces, que los hubo. No celebro el legado de Jorge Manrique, ni pretendo trazar una elegía a un tiempo que pueda o deba considerar maravilloso. Hubo días de mierda, problemas enormes que parecían eternos mientras duraban, pero la obligación de hacer partícipe al mundo de éxitos y miserias era una cuestión tan menor, y diría que inexistente, que realmente hacían que uno valorara de verdad a quienes estaban siempre en las buenas, pero más a quienes no huían en las malas.

Hay en las fotos también gente que ya no está, pero están ahí. Como mi yo y los otros, adolescentes, tan borrosos. Pero ahí siguen, mapeando melancolías. Hay fotos más nítidas, pero puede que su recuerdo no lo sea tanto.

Puede que en unos días suba una foto que verán a lo sumo un centenar de personas. No la recordaré, de tan trivial, de tan no sé para qué la he subido. Pero bueno, subida estará, más o menos bien de luz, exposición, color… Una foto bonita y estéticamente aceptable, la verdad. ¿Me atrevería si no, adulto del 2025, a subirla si no lo fuera?

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