Tiene que ser difícil para alguien mayor afrontar la peligrosa actitud de quienes creen que la realidad dura lo que dura su propia vida

Como la mayoría de su generación, mi abuela fue de cintas de cassette. Desde que tuve uso de razón, la recuerdo con un radiocassette bastante voluminoso, para arriba y para abajo, llevándolo consigo, de habitación en habitación, según las iba liberando de polvo y de intrusos con más de cuatro patas.
Desde aquel aparato, las zarzuelas y las coplas ponían banda sonora a mañanas enteras de labor, cuando no hasta tardes. Nunca celebró que aquel trasto le cantase las mismas canciones de siempre. Era como si hubiese asumido su presencia desde el primer momento, como quien nace a la vera de una montaña y no termina de ver bien el sol: intuye la posibilidad de su existencia, que no termina de estar confirmada, pero sabe que está ahí y acoge su compañía con sana resignación.
Un buen día, a alguien se le ocurrió presentarle a mi abuela el maravilloso mundo de los cedés. Señora de por entonces unos sesenta años, el adelanto le quitó de encima la insufrible tarea de tener que darle la vuelta a aquellas cintas para que la melodía siguiese el compás del cepillo, del plumero y de la fregona. El hilo musical de una condición aceptada a regañadientes.
Pienso cómo se hubiese tomado mi abuela esta propensión actual a la sorpresa. Ella, que vio lo que suponía el salto de la cinta al cedé con una naturalidad pasmosa, hace ya un rato que nos dejó. No le dio tiempo a escuchar muy bien cómo Rosalía le dijo al mundo que sabía cantar flamenco, y sacó un discazo. Luego, que sabía montar en moto, ponerse casco, y sacó otro discazo. Y ahora, que sabe cantar lírica, y saca otro discazo. Las hordas de fans y no tan fans, necesitadas de su dosis de importancia y trascendencia, hacen análisis sesudos, como si el hecho mismo de la existencia de Rosalía les pusiese delante de la existencia misma del flamenco, del trap y de la lírica.
Casi todos los días de mi infancia, con El barberillo de Lavapiés de fondo, Salamanca, o Francisco Alegre, no me enseñaron nada del flamenco ni de la lírica, y tardé en saber de la existencia del trap. Pero supe que estaban ahí, e intuí, como quien vivía a la vera de la montaña sin ver el sol pero sintiéndolo, la existencia de aquellas voces salidas de personas que deberían existir, al menos, en otro plano existencial, cuando no muy lejos, que es lo mismo viviendo en Extremadura. La culpa la tuvo mi abuela, principalmente. Parte de aquella música, me puso delante, sin querer, del concepto mismo del paso del tiempo.
Tiene que ser difícil para alguien mayor, que seguramente no haya descubierto el mar o la nieve, probado el sushi, puesto un casco de realidad virtual o comentado el último reel de marras, afrontar la peligrosa actitud de quienes creen que la realidad dura lo que dura su propia vida, como si el mundo no fuese ni más ni menos que el espacio que ocupan. Como si cada día que viesen el mar o escuchasen un guitarreo espontáneo, fuese el día de su descubrimiento.
Mi abuela, hija de una España hambrienta y en ruinas, joven en otra que le tuvo más miedo a los Beatles que al contubernio judeomasónico, acabó adoptando aquella maravilla tecnológica que era el radiocassette con reproductor de cedés, y otras tantas cosas, con la rapidez de quien descubre las facilidades del botijo, sin asumir jamás que su tiempo solo era suyo y de nadie más. Ah, y sin presumir de ello, ni tener la necesidad imperiosa de contarle a los demás no lo que acababa de descubrir, que tampoco, sino que acabase de ser, o eso creía, la primera en hacerlo.
No sé si vio el mar o la nieve, ni si probó la comida japonesa. Pero sí sé, estoy convencido, vaya, que le hubiese encantado Rosalía, aunque diría que Estrellita Castro cantaba mejor, y para lirismo, el de la Piquer. Y como cualquier persona con sentido amplio y honesto del tiempo y de la realidad, sabría muy bien distinguir entre el pasado, el presente y el futuro. Que para eso tuvo que vivirlos y sufrirlos todos.
