El invierno tiene esa cualidad maravillosa que no tienen el resto de las estaciones: presentarse a susurros, muy poco a poco, consiguiendo que todos los estímulos se pausen

Pocas sensaciones hay tan placenteras como sentir la llegada del invierno a cuentagotas, a través de pequeños avisos. Por estas latitudes, aún habrá quien diga que tenemos el privilegio de verlo llegar algo más tarde, que apuramos el calor y “los días buenos” —¿qué carajo querrán decir con eso de días buenos? ¿Acaso una tarde de lluvia no lo es cuando hace falta? — y que todavía falta para el estreno de los abrigos. Qué va. Los indicios se presentan mucho antes de agarrar la puerta del armario. El invierno tiene todavía más sensación de hogar que todas las demás estaciones, y que el resto, casi, de lugares.
Porque el invierno es un lugar. Hasta hace no mucho, todavía era un sitio por donde se podía pisar escarcha casi desde el principio, que no es necesariamente el veintiuno de diciembre. El olor del comino y el pimentón se mezclaba con el de las castañas asadas, y flotaban nubes de humo de leña de encina y de alcornoque. Olores y sensaciones que sobrevivían al paso del tiempo porque quienes los revivían ante la llegada inminente de una fecha señalada, como guardianes de un arcano milenario, parecían eternos. Hasta que dejaron de serlo. Por eso creo que sigue siendo un privilegio, cuando llega el frío, que esos olores y sensaciones todavía sobrevivan en el aire.
El invierno, sí, es un lugar, que ha sido capaz de sublimarse en una puerta que se abre hacia una panadería, en una chimenea que crepita, en una despedida con promesas de reencuentro. El invierno tiene esa cualidad maravillosa que no tienen el resto de las estaciones: presentarse a susurros, muy poco a poco, consiguiendo que todos los estímulos se pausen, para que logremos prestar atención a ese destello que nos lleva a un instante de felicidad o serenidad pasada que, de pronto, se vuelve muy presente. Chirbes hablaba, incluso, de la pureza de los colores en esta época del año, como si la lluvia y el frío lograsen juntas, con empeño y la ayuda de otra luz, limpiar el ambiente para que surgiese una nitidez inesperada e imposible en otras épocas del año.
El invierno es también un sitio al que entre todos le hemos construido huecos donde colocar los ratos que no tenemos, o no queremos tener, para la familia, para los compromisos, para las obligaciones emocionales. Como si alrededor de una estufa o un brasero de picón, arrumbáramos nuestros yoes más peligrosos, y quien sabe si avergonzados por algún pequeño trauma, alguna conversación por cerrar, algún abrazo que se quedó colgando y que no nos hubiese importado dar antes de todos los finales. Nos reconciliamos, no se sabe muy por qué, con la idea de que todo acaba para que todo empiece.
Será el frío, que todo lo pausa. Será que bajamos algunas marchas antes del estallido de las luces y de las comilonas. Pero se agradece este pequeño lujo, este deambular algo más lento, que aunque parezca un placebo efímero, da espacio para los balances, siempre necesarios. Será que este lugar, para quienes lo celebramos, cuando llega, no escatima en esperar a quien quiera entrar. Aunque tarde en venir.
