Tenemos la mala costumbre de crecer, y como los años a los dolores, las responsabilidades son directamente proporcionales al paso del tiempo

Los tres han decidido comprar, por lo mismo que cuesta una bolsa de palotes, medio kilo de arcilla, a la que han dado la forma que hubiese querido un perro. Y el timbrazo debería hacer el resto. Y ahí aguardan, detrás de la esquina, donde no les ve nadie. Porque detrás de una esquina, de siempre, se guardan los planes malvados, y se preparan los siguientes. La puerta de abre, el voceo les desencaja. Las risas, el cepillo, las carreras. Y así, otro día más, pasado el de Navidad, cuando todavía queda una semana mal contada para Nochevieja.
La costumbre es seguir suelto por la calle inventando la siguiente celebración. Puedes corretear hasta la siguiente puerta, dejar el mojón de arcilla en el umbral, darle al timbre, y esperar. Y otra puerta más. Y después otra, y otra. Y otra más. De qué te vas a preocupar, si todavía no son ni las doce del mediodía y no te han pegado dos chillos para que subas a comer. Para qué te vas a preocupar si todavía eres inocente.
Nadie te lo dice, pero la edad de la inocencia es todo lo contrario a eso: eres culpable de todo lo que se sospeche. Lo bueno es que todavía no es delito mientras dura. Cuando te paras, haces la suma, la cuenta, y pierdes la de timbrazos que has dado por diversión restando los que te quedan por obligación. Tenemos la mala costumbre de crecer, y como los años a los dolores, las responsabilidades son directamente proporcionales al paso del tiempo.
Nos engañamos pensando que somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario, pero lo cierto es que no hay peor culpa que saberse lejos del tiempo en que inocencia era dejadez de responsabilidades. Ahora, que de repente reparamos en que la adultez es eso que pasa mientras quieres seguir más tiempo en el sofá, más tiempo en la cama, más tiempo de cañas, más tiempo sin tiempo, nos preguntamos qué ha sido de nosotros.
Una vez le escuché a mi abuela decir que le hubiese encantado estudiar Historia. Me acuerdo de ella y de esa frase, más que en navidad, en estos días de pico hasta que el año se esfuma. Me acuerdo porque es, como todas las abuelas, la verdadera y única unidad estándar de paso del tiempo y de gestión de la inocencia: la política del salchichón, la moneda de veinte duros, el silencio y las voces por la puerta, y una eternidad asumida que se corta un buen día, de golpe y porrazo, como el momento en que te das cuenta que tu vida se ha ido escurriendo entre cazuelas, plumeros y obligaciones impuestas por otros, que en nada se parecen a una facultad universitaria, a unos apuntes de Edad Media, a un estuche con chuletas sobre la Revolución Rusa.
Con otro timbrazo se pasa otro día más hasta el último. Y abre la puerta otra señora en mandil. En la siguiente puerta, abre otra señora que aparta el cagarcio de arcilla de un cepillazo. Al final de la calle ya es treinta y uno, se va el año, y a poco que te acomodas, olvidas echar la matrícula de la vida que quisiste, y no te queda otra que decir que esto que te ha tocado tampoco es tan malo. Bendita inocencia.
