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En el humor, la diferencia la marca la intención, y sobre todo, de dónde parte quien se da por ofendido

La mayoría de las cosas que sé las he aprendido viendo televisión. Como a muchas otras personas de mi generación, a mí también se me pasaron las horas muertas delante de aquellas recién llegadas teles privadas, y entre Ocas y apuestas, series más o menos malas, también quemé minutos ante programas de humor que sin quererlo quizás, fueron la fragua de iconos inmortales, pero también de nuestra sinvergonzonería.

Vi a Chiquito, a Jaimito Borromeo, a Arévalo, a Pedro Reyes, y a tantos otros, y si me reí alguna vez, fue porque la retahíla de barbaridades se movió más en la gestualidad que en el ingenio. Tampoco es que tuviese yo una edad como para saber diferenciar muy bien entre distintas clases de verduras, como para decodificar chistes. No me daba para entender qué estaba pasando. Han tenido que pasar muchos años para que con cierta perspectiva reconozca que aquello, siendo humor, se movía en un escenario que hoy ya no existe, y si sobrevive, es tan minoritario como el que sostiene al mal llamado humor negro, los chistes sobre etnias más o menos maltratadas, o el monologueo más gastado y rancio. Pero existe. Y en el humor, del color que sea, la diferencia, más que el contexto, la marca la intención, y sobre todo, de dónde parte quien se da por ofendido.

Como todos formamos parte de un colectivo, lo queramos o no, siempre será más fácil hacer humor sobre amantes de las mascotas que sobre mariquitas y gangosos. Hay campos que tienen más minas que otros. Pero como a Chiquito y a Arévalo eso les daba igual, tiraban para adelante. Jugaban sobre seguro, ya que la gracia, la broma, partía de un consenso: ser mariquita y gangoso era una anormalidad, una transgresión que a la inmensa mayoría le parecía grosera en un mundo en el que tender a cero era una obligación.

Hoy, que cero es un número más, reírse de un gangoso y de un mariquita, como ofenderse por la posibilidad de la voladura del Valle de los Caídos, tiene tanto sentido como ofenderse en una ferretería que no vende bacalao. Seguramente estemos en una dinámica en la que incluso el sufrimiento de las piedras, quién sabe, se equipare al sufrimiento endémico de determinados colectivos. Pero habría que ver por qué en determinados contextos siempre es más gracioso disparar contra el oprimido que contra el opresor. La clave, por tanto, está en ver por qué el humor, lejos de hacer reír a una mayoría más o menos amplia, siempre ofende a los mismos. O mejor dicho: por qué para muchos, demasiados, el humor sigue siendo una sopa agria cuyo ingrediente fundamental es el escarnio de los débiles, de aquellos que jamás obedecen sus códigos, y cuando no son sus bufones, se convierten automáticamente en sus presas.

A Arévalo y a Chiquito quizás les importase un carajo el Valle de los Caídos, pero hoy al menos podemos estar tranquilos de que, por los jajas, no se justifica el sufrimiento de muchos, aunque ofenda reírse de los monumentos que levantaron quienes les persiguieron.

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