El peor enemigo de un libro es sin duda su portada

He tenido la suerte de pasear por la inabarcable feria del libro de Madrid, al menos durante la mañana del primer día, y viendo los miles y miles de libros apilados en cada caseta, los carteles de firmas, las muchedumbres buscando títulos con las mismas ganas que una sombra, he recordado de repente el tenso rifirrafe que mantuvo Juan Manuel de Prada con un señor que le preguntó, después de la presentación de su última novela en el marco de la feria del libro de Badajoz, si no se sentía “afín al nacionalcatolicismo de Menéndez Pelayo.”
Vista así, tal cual, la pregunta no parece muy malintencionada. Para alguien que no conozca de nada a Juan Manuel de Prada y a Menéndez Pelayo puede parecer incluso inocua.
La clave está en la mención al nacionalcatolicismo. Prada, que nunca ha ocultado si significancia religiosa, se revolvió, me atrevería a decir que con razón y hasta con elegancia, y le preguntó al señor en cuestión si había leído alguno de sus libros. El tipo no contestó.
A Juan Manuel de Prada, como a Pérez Reverte o a tantos otros autores que se significan de una u otra forma independientemente del contexto, los leen miles de personas. Pero me temo que hay demasiadas que, con solo ver su nombre sobre el cartón de alguna de sus últimas publicaciones, simplemente se echan las manos a la cabeza, echan a correr, o sacan el móvil dispuestas a informar al gran público del sacrilegio que se ha vuelto a producir en el mundo editorial español. “Ya le han vuelto a publicar otro panfleto al amigo de El Hormiguero.”
Pongo a Reverte junto a Juan Manuel de Prada porque es de largo el mejor ejemplo de escritor de éxito denostado y alabado a partes iguales. Habrá quien piense, en el caso del creador de Alatriste, que en cierta forma se lo ha buscado. Hasta yo mismo he llegado a pensar que está empezando a ser víctima de su propio personaje y que las formas le pierden, pero es imposible obviar que estamos ante un peligroso e injusto trato por parte, quiero pensar, de una minoría que le enjuicia más por su postura que por su obra, y acaba ignorando su calidad.
Nada lo justifica en ambos casos, por eso me dio por pensar, entre las casetas y con el sol pegando sin compasión sobre el Retiro, en la sana costumbre que tenían algunas librerías de viejo de envolver los volúmenes con papel de estraza marrón, tratando a los libros como productos de ultramarinos, como caballas o pedazos de jamón cocido, productos perecederos que hubiera que cuidar y tratar con especial delicadeza, o cuidándolos, en este caso, de su peor enemigo: la portada y el nombre de quien escribe. Y es que los libros deberían publicarse sin títulos ni nombres. Así, estaríamos a salvo del juicio ajeno, parcial, y más dentro de lo que al final nos une, que es la literatura.
Y es que podemos decir sin mucho temor que el peor enemigo de un libro es su portada, y aunque suene a tópico manido, es la realidad más absoluta: nadie dice que lee a Reverte o a Prada, pero hay mucha gente que lo hace. Eso sí, estoy convencido de que, si en sus libros no apareciesen sus nombres, quizás todo el mundo lo haría.
