A Madrid la levantó, como a todas las ciudades, la necesidad de quiénes la habitaron y la habitan

Hace unas semanas vi Surcos, un clásico del cine español lógicamente sepultado por la propaganda de la dictadura, más pendiente de la copla barata y del enaltecimiento del nacionalcatolicismo que de retratos más o menos mordaces de sí misma. La película, una maravilla que no parece rodada en el 51, es un grito tan amplio contra tantas cosas, que es imposible quedarse en una sola pasada. Merece muchas. Pero es ante todo un grito contra la ciudad. Y Madrid, en ese blanco y negro que rodó José Antonio Nieves Conde, se exhibe como una jungla increíblemente similar a la de hoy. Madrid, selva de hormigón y de pretensiones que he vuelto a visitar como si me quisiese decir otra vez algo. Extremeño perdido de nuevo entre los surcos de la ciudad.
Creo que los extremeños tenemos una relación extraña con Madrid. Yo la tengo, desde luego. Los cantos de los canarios en los balcones y las raciones de ibéricos que se reparten en las tascas, como las paletillas que cuelgan en las carnicerías y en los mercados, se me presentan como el diezmo de un vasallaje incansable. Y en ese pernicioso intercambio, solemos vernos orgullosos, como si la compraventa del bien nos reportase un beneficio emocional del que evidentemente no disfrutamos, salvo cuando nos invitan a participar en el banquete, que es en contadísimas ocasiones. Un banquete donde es complicado alcanzar una mínima parte de lo ofrecido. Porque a Madrid, como a todas las capitales, le pasa lo que al monstruo que se terminó devorando a sí mismo.
Le pasa a Londres, a Nueva York, a Berlín, a París. Todas empiezan y continúan devorando almas. Madrid empezó devorando almas andaluzas, castellanas, extremeñas, y ahora anda comiendo almas de inmigrantes latinos, orientales y africanos a una velocidad tan enorme, que para cuando la digestión termine, es muy posible que expulse un nuevo continente. No es extraño que se revuelva buscando su imagen perdida en un espejo que ya no existe. Pero, ¿qué imagen?
A Madrid la hicieron más por capricho que por necesidad. De Felipe II, que conste. De ahí que crezca en importancia una identidad, una necesidad de continuo reciclaje del casticismo y de extrema importancia y diferenciación que ralla en el complejo, sobre todo con Barcelona. Lejos del debate puramente histórico y social, a Madrid la levantó, como a su absurda competidora y como a todas las ciudades, la necesidad de quiénes la habitaron y la habitan. Y hoy habita Madrid, monstruo inacabable y hambriento, tanta gente tan diferente, tan lejos de ser lo que desde según qué pulpitos se pretende por auténtica, que es imposible trazar su principio, pero muy seguro ver su final. ¿Qué es Madrid? ¿Dónde empieza? ¿A quién le pertenece?
He paseado por Lavapies creyendo que estaba en un lugar perdido entre África y la India. He caminado por el Retiro escuchando al menos diez lenguas distintas. He pateado por Gran Vía barajando tantas maneras diferentes de sonreír, de mirar, de llorar, de sufrir y de amar, que dentro del imposible que supone descifrar de dónde parte el tribalismo pueril del nacionalismo, solo cabe encontrar una respuesta: que les den. A Madrid, como a todas las ciudades del mundo, la inventaron unos farsantes, unos oportunistas, unos ladrones, unos mitómanos, personajes más o menos importantes, que siempre necesitaron de una miríada de esclavos de cuerpo y alma para que sus pretensiones cobrasen sentido.
Hoy, que parece tan fácil pensar en cualquier final, en la expulsión de los que un día clavaron los dedos en la tierra para hacer surgir al monstruo, la mejor forma de ver Madrid es mirando una película de posguerra, olvidada, como toda la memoria de una jungla que traga y no descansa en su empeño de devorar almas. Lo único que ha cambiado, por increíble que pueda parecer, es el color. Lo demás, basta con dar un paseo, sigue en su sitio. Mismo escenario, y quizás, eso sí, distintos actores. Los surcos siguen dibujados en la tierra. Basta con rascar un poco para alcanzar a verlos.
