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El carnaval es la única revolución que sobrevive como costumbre para decirle al poder memento mori

Hemos hecho muy bien en llegar hasta donde estamos hoy sin tener muy claras muchas cosas, como por ejemplo, de dónde viene la sana costumbre de disfrazarnos y convertirlo en festividad. Y está muy bien. Todavía no sabemos si la cosa fue un capricho saturnal (romano) o medieval, o más bien, seguimos sin tener un claro consenso histórico para fijar el inicio antes, mediante, o después. Pero qué más da. Sí está bien, sin embargo, pararse y repasar lo poquito que hemos cambiado. En la Antigua Roma, a los esclavos se les permitía hacer chanza de sus amos durante las festividades saturnales. Mal que bien, esa permisividad, esa vista gorda, no deja de ser la herramienta más útil del poder para hacernos creer que todavía somos libres. O eso creemos.

El carnaval, como el fútbol, como los festivales, como la telenovela de la tarde, pensarán demasiadas personas todavía, es una de las variantes de opio más consumidas. Aún así, estas últimas no suponen tanto una forma de control como una manifestación social de escapismo y unión que el poder ha sabido apuntalar desde el dique perfecto, recreando en ellos su propio afán: que la presión se renueve sobre sí misma y se quedé ahí, sin cristalizar en revolución.

Por eso el carnaval es la más revolucionaria de esas manifestaciones. De todos los opioides sociales, es de los pocos que nos permite recordarle al poder su finitud y su debilidad. Y de paso, nos recuerda que no estamos demasiado lejos de lo que queremos representar, y que cualquier máscara y su ,parecido con la realidad es una purísima y maravillosa coincidencia.

De ahí que no sean pocos, claro, quienes quieren acabar con él, como con aquel programa en que le preguntaron a Zapatero el coste de un café y que después de aquello duró tan poquito, por cuestiones obvias. Aquella anécdota se llevó sus coplas, por supuesto.

Ha querido la historia, con sus caprichos, que cada manifestación pública de falta de escrúpulos y de desvergüenza por parte del poder tenga siempre como consecuencia la desaparición del denunciante. Podemos todavía celebrar que el fin del carnaval, con sus virtudes y sus defectos, no esté entre ellas, aunque haya que lidiar aún con quienes piensan que no hay refugio moral ni ético para quien se ríe de quien le avasalla. Sí, el carnaval es otra de esas cosas innecesarias de entre otras muchas cosas innecesarias. Pero la seguimos necesitando, ya que es la única revolución que sobrevive como costumbre para decirle al poder memento mori, que nada resiste a su propio peso. Y su supervivencia no debería estar sujeta a subvenciones, caprichos, ni responsabilidades políticas.

Como hace siglos se recordaba en cada saturnalia amparada por un imperio que se creyó invencible y que también acabó sucumbiendo, y de la misma manera que los tribus bárbaras se colaron por las grietas de la administración romana, el carnaval, ruidoso, irrreverente, tiene la impertinente cualidad de filtrarse por las grietas de nuestro sistema y señalar sin compasión sus contradicciones. Aunque sea a golpe de turuta, caja y bombo.

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